Un hombre escoge su propio nombre y así, sin
premeditación, escoge patria y universo donde situarse. Se rehumaniza desde la
poesía, desde la libertad para crearse y construir a un tiempo nombre, yo,
patria y universo.
Porque a veces suelo, identidad, religión son
sílabas desde las que nos pronuncian y restringen. Y debe ser, y lo es sin duda
el poeta, esa alma capaz de elevarse sin admitir más ancla que el vuelo.
Singulares,
dijo
uno que es muchos a la vez: los poetas que le han dado la voz, pero también
tradiciones, mitos, los siglos a la espalda y la mirada actual, las mujeres en
su reducto femenino, cada piel abierta al sentir multiplicado, que en el creador
auténtico cobra pulsión de enjambre.
Uno y todos, los al ras y los sumergidos, buscan
conocimiento y buscan luz, fuego de los sentidos y misterio. No niegan lo que
describe al hombre. Lo realzan.
Primer
cuerpo desde el origen genesíaco. Pero no hay cuerpo
único. La materia forma al niño, el niño da su sangre a la tierra. De tierra y
sangre se moldea otro cuerpo. Juntos, constituyen un hombre. Ahí el mito de Eva
y Adán. Y desde entonces, un mismo ser errante con dos cuerpos.
Desabrochó la
tierra sus botones, anduvo
libremente en
nuestros pasos.
Cuando nos
preguntó, dijimos:
“Tierra nuestra, el amor
conocemos. Trajimos
nuestra arcilla del
polvo de sus lindes, trajimos
el hechizo de la luna
errabunda en su período y entre nuestros dolores,
dibujamos
sus miembros invisibles
en los nuestros.
He aquí nuestra
tierra:
Ansiamos que el amor ame
sus nombres
como se recogieron
en todos los cuadernos
de sus días.
De ese modo, cuerpo a cuerpo en la más
imprescindible de las batallas, va el ser humano, va el poeta a su último mar. Sensualidad de isla, de
palmeras, de playas del pensamiento hacia las que se orienta la búsqueda del
navegante. Viajar al naufragio.
Océano los ojos que nos aman.
“Desde la nada,
allá donde el
sentido
yerra por los
desiertos,
llega el amor,
extraño, como siempre,
mayor de cuanto
imaginamos, más excelso.
¿Hay refugio
posible en estas brasas?”
Pues
es la vida un permanente viaje del amor al amor, menudo hallazgo. Puentes y
laberintos facilitan y truncan.
Pedimos
manos, pedimos ovillos de devanar, pedimos la confianza perdida. El amor, lo
absoluto.
Todo
lo da.
De
todo nos despoja.
Sin
él no es fácil proseguir. Con él es improbable no llorar.
“-Mis sendas se
remontan a ti, mis sendas hacia ti
son ruinas,
desiertos.
Ya no podré
llegar,
mi lugar es
extraño,
también las
estaciones de mis días
se van haciendo
extrañas.
Toma otra vez mi
mano,
dame otra vez la
tuya,
ya no podré
llegar.”
A
veces el viaje tiene la dimensión exacta del infierno. Las piedras se hacen
filo, las ramas cortan la piel y el trayecto solo conduce al nunca.
Ese
desierto cuyas arenas hirvientes impiden el avance.
Los
cuerpos cierran su frontera. Alambran la mano tendida en su inocencia. Del hilo
telefónico cuelga el cadáver de lo que ya no se dirá.
La
luz se eclipsa.
Levantarse
de dónde,
caer
a tierra
agusanar
la forma. La crisálida eclosionó en vacío. En ese ser sin alas que se arraiga
en el suelo que lo encierra.
Él perdió el
lugar y el rastro
casi pierde su
cuerpo
ahora no es más que un epitafio en
el que están
grabados unos
talismanes
que se parecen a unas huellas de
hormigas:
¿y tú también le
rechazas, oh lenguaje?
Cuando se pierde todo, ¿se pierde también la voz? ¿O
es entonces cuando estalla el grito en toda su desgarradura?
Cuando se ha perdido hasta la esperanza, nada mejor
que un libro, muchos libros. Como una travesía de la arcilla a la luz.
Es la estrella polar del navegante,
la que guía a los magos al enigma,
al huérfano a los brazos de su nostalgia primera,
al moribundo al centro de su pánico.
Sea
poesía.
Recorrer el espacio con el libro en las manos.
Sumergirse en su estanque, beber su agua de vida. Y encontrarse de nuevo en el
inicio. Pez que en sus boqueadas de asfixia halló el río, trazó el arco, fue
flecha de aire y plata.
Con el poeta que escogió su nombre, atravesar un país
como mercader que arrastra sus fardos, que intercambia su mercancía, que se
aventura. Arriesga.
Dejar lo que uno lleva consigo –mirada y sueños-
para obtener a cambio el tesoro de la mirada nueva. Saber lo justo. No seguir
una ruta empedrada de prejuicios. La provincia romana del oro y la corrupción.
De las bellas ciudades como flores del desierto. De los mitos. De la
literatura. Hay que llegar.
Camino de Damasco el caballo fue clemente. Ya me
había derribado en Babilonia, en Bagdad, en Petra. En la ruta calcinada que
atesora en sus arenas toda la historia, su almíbar de leyendas, biblias y gilgamesh,
sherezades de hilares milenarios.
Sherezada
solo canta a la
herida que le crece en el pecho
y se entretiene
así, degustando sus juegos.
Camino
de Damasco, de Jherasa, de Palmira, el caballo me permitió montarlo y acrecer
mi estatura. Para mejor absorber, de igual a igual, un nuevo mundo, tan viejo
al mismo tiempo, de donde mana el sueño del viaje. De todos los viajes.
Mas “sal ya de
los libros”:
le dijo ella a
su amiga,
y comenzó a
elogiar
la pluma, la tinta y la escritura.
Y
salí. Salí de lo que más amaba, de lo que me anclaba. Para incorporarlo al
movimiento. Para ser desde él la mujer otra.
Porque
cuando cierras ese libro que te ha devuelto a la luz, la vida vuelve a
enseñorearse, a desbordar compuertas.
En
la cadencia de un decir. Desde la lengua en llamas de un poeta.