domingo, 6 de octubre de 2013

"Carmen Conde. Vida, pasión y verso de una escritora olvidada"


A José Luis Ferris le gustan las mujeres. Vaya obviedad. A José Luis Ferris le gusta también recitar el poema de Dámaso Alonso Mujer con alcuza. Y creo ir entendiendo por qué. Aunque a lo mejor él no ha reparado en ello. En lo segundo. O a lo mejor sí.

¿Recordáis?

 Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un
bosque de cruces, o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
...

 Desde hace varios años y con admirable esfuerzo, José Luis  Ferris se ha empeñado en ser en cierta manera como esa mujer del poema, alguien que, abriendo con amor el aire, arroje luz que avente las nada imparciales sombras con que la historia ha velado a muchas de las mujeres entregadas al arte. Con  la llama de su pasión por contar entre las manos, ha conseguido que ese fulgor callado reluzca con vigor propio, que la modesta alcuza se transforme en lámpara maravillosa. Ellas estaban ahí, es cierto. Pero ¿quién las veía?

 Aunque haya quien sostiene, como Iris Murdoch, que todo cuanto tiene valor es secreto,  con la labor de Ferris no hemos asistido a una depreciación de Miguel Hernández o de Maruja Mallo.  Al contrario. Porque todo cuanto tiene valor termina por dejar de ser secreto o, perogrulleando un poco más, todo cuanto tiene valor tiene valor, sea o no secreto. Pero siempre será necesaria la figura de quien, con rigor y tiempo, investigue, rastree, alumbre. Lo vimos con Miguel Hernández. Pasiones, cárcel, y muerte de un poeta en 2002 y con Maruja Mallo en 2004.

Ahora, en Carmen Conde. Vida, pasión y verso de una escritora olvidada, -título revelador que abunda en la pasión-  el autor, con narración tersa y su habitual proximidad, más de cómplice que de forense, nos hace partícipes de ese secreto. Abre una caja donde duerme minúsculo, concentrado en su latir, el misterio valioso de una vida: la obra, la ambición, la confidencia, el aliento, las dudas, la pasión, la renuncia, la porfía, los fracasos de una mujer y una escritora, no de un emblema o un nombre apolillado en las páginas de la Historia de la Literatura. Un nombre más. Porque padecemos superávit de nombres, de listas, de inventarios. Y queremos el pálpito humano, la creación en su fuente, la voluntad que se yergue una y otra vez por inverosímil que parezca.

         Eso nos ofrece este libro entre tantas otras cosas. Sus páginas desbrozan un territorio desconocido para el lector, lleno de atractivo, de ejemplos de vida, de desolación. Y es a través de las palabras de la propia Carmen como nos llegan en aluvión las confesiones. Oíd si no:

 Es una tristeza infinita. Una tristeza inmensa. Una melancolía lacerante que mata mis ilusiones. Una pena insana. Una pena sin causa...

No tengo ganas de vivir. Ni de ver. Ni de sentir. Estoy muy triste, muy apenada... Tengo la tristeza de los vencidos. La amarga tristeza del impotente ante su destino inexorable. (...)

 Desde el apagamiento de quien se ve derrotada hasta el alzarse en pie de guerra, en pie de amor, con las ilusiones de nuevo intactas. Infancia, lucha, pobreza, amor, conflicto, abandonos, más lucha. Los sueños que se escapan, la fuerza. (¿Hay alguien más fuerte que una mujer fuerte?). La responsabilidad. Los lastres. Y aún más lucha. Sísifo cuesta arriba con la roca conyugal. La negación de una misma, estrangulando el sentimiento con el lazo de seda de la culpa. Cajas que Ferris abre. Cajas que exhalan un aroma de memoria marchita. De dolor. De verdad sin careta.

De tanto penar para morirse uno.

 Este penar, este devenir, los recoge el biógrafo con las mariposas de los títulos, cuyo revoloteo conduce al lector por cada una de las peripecias de la larga vida de la escritora. Son, algunos de ellos, hallazgos felices y reveladores: Las manos heridas de la pobreza; Todo está en los libros; Amores de azúcar; Oro en las manos; Amor que mata despacio; Camino del mundo soñado; Días de luto y rosas; Amiga de la primavera o El tiempo de la venganza, por señalar unos pocos que van pautando una trayectoria contracorriente. Plagada de contradicciones y renuncias a favor de una obra. De un sueño. Aun  a costa de la incomprensión de los más próximos. Escuchemos, por ejemplo, la voz de Antonio Oliver Belmás:

No vives más que para ti. No basta con la presencia corporal si la espiritual está en otra parte. Lo que te digo es que me hace falta que me seas más íntima, más de mi carne y más de mi espíritu. No enarboles tanto tus conquistas, tus derechos de mujer moderna; sé mía -MÍA-. ¿Has oído alguna vez una palabra como esa?(...) No quiero luchar más. A mi lado, haces falta. Que te quieres ir con lo otro, con lo que te llama, te vas. Vete. Bueno, ya nos veremos. Algún día me buscarás.
 O:

Te quiero mujer, totalmente mujer, es decir, entregada.

 Podemos pensar que está ya todo dicho. Que la investigación literaria es una representación a puerta cerrada donde figurantes distintos desmenuzan una y otra vez las mismas obras de los autores de siempre. Pero no. Hay vidas tras el legajo y la aridez teórica. Y todas pasan, las vidas plenas y las vidas amargas. Su cosecha medra, si ha de medrar, en la memoria de otros. Carmen Conde tejió la suya con fibras de esperanza y de olvido, como todos nosotros. Pero su voz permanecía callada, esperando. Hasta que un hombre con una alcuza volcó luz sobre el lado oscuro. Para que no muera del todo. Para que el silencio sea vencido por la palabra. Y nos hable. Y todos conversemos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario