domingo, 18 de enero de 2015

No lo llames fatalidad, llámalo vida.



En La fatalidad, segundo poemario de Fermín López Costero, su autor muerde la roca del lenguaje para extraer de ella dolor pulverizado, para ser desde el lenguaje testigo de tantos fracasos y pérdidas, personales y universales. Del yo y del otro en siniestra conjunción.
Son malos tiempos.

Presente-dolor, realidad-dolor, memoria-dolor, “y ahora estoy aquí, /al otro lado de las alambradas,/ como único superviviente y testigo/ del holocausto diario”.
La luz es sucia, el lugar un cubil, una ergástula desde la que resistir en una suerte de infravida impuesta.
Las palabras que designan los habituales consuelos aparecen despojadas: jardines en ruinas, infancia devastada, estanques despoblados, vegetación asfixiada por la maleza… y el locus amoenus se transfigura en el lugar de dolor. Todo dolor.
Se desgrana un desgarrado ubi sunt? cuya respuesta es, de nuevo, la conciencia del dolor. Del cuerpo, de la memoria, de la mirada. Del espíritu.
Son las galas de la fatalidad vistiendo el cuerpo rendido, sustituyéndolo. Sombra de la sombra, sus alas son crespones, su ánimo derrota. Cuna y sepulcro en un botón hallaron.”
Vista desde una perspectiva crítica y desolada, la vida cotidiana con su frufrú de gentes y de palabrería es otro motivo para la decepción.

Sentirse solo y en desbandada.
Sentirse contrariando las leyes inexorables de la existencia. Sentirse hormiga entre millones de afanosas hormigas en su  rebullir de hormigas. Uniformes y anónimas.

Sentir que aun así hay que luchar por la vida.
En la segunda parte cambia la luz. El recuento de los días pasados ya no deja la menguada cosecha del principio. Sobreviva o no el cuerpo, esa memoria y la del canto del ave, las caricias y besos dibujados, todo tiene sentido cuando lo anima el sentimiento. Y la única lumbre es la de la realidad.
El dolor ha sido derrotado por el amor. La ausencia no es ausencia/ sino aleteo de ángeles que se aman.

La tercera parte del poemario deja paso a la narración, y sugerentes “microversatos” desgranan su perfil lírico al tiempo que confirman su sesgo narrativo. El yo confidente se descompone en múltiples voces: ahorcados con los árboles de su martirio, el golem, un envenenador, la pluma de un ángel de Fra Angélico, cuervos y masallases, heraldos de a saber qué crimen, qué gesto de maldad, que anuncio de sinsabores.
Y al cabo vuelve el confidente de las sombras:

Hemos sufrido tanto/que renunciamos a todo a cambio de una muerte indolora.
El libro cierra su ala con, de nuevo, el velo fúnebre, la sempiterna sombra, las cenizas ya frías.

Siempre el mismo difunto, siempre la misma muerte, siempre, siempre.
Y siempre, en su esencia, el mismo intervalo entre nada y nada, entre el proyecto y su cierre.
Ese camino araña piernas y brazos, saja la lengua, hiere los ojos. A veces lo endulza todo con la seda de una caricia. Somos seres fugaces en ruta hacia la extinción, y de esa conciencia nace la poesía. Para el canto, para el llanto. Para la plenitud y la carencia. Para decidir, en la corta medida de nuestra contingencia, qué brasas abrazamos. Las que la pasión dicta, las que queman nuestro cadáver en la pira del miedo.
O la fatalidad.
Entremos.


 

2 comentarios:

  1. Entremos, Pilar, porque todo poemario no es más que una puerta abierta de par en par a las emociones y a la inteligencia. estupenda lectura, Pilar, muy lejos del objetivismo del ensayista y muy cerca de la excelente poeta que guardas en ti. Un abrazo.

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  2. Gracias, José Luis. Mis lecturas son eso, incursiones al castillo de las emociones y las palabras ajenas con mis ojos de poeta. No valgo para ensayista, no lo pretendo. Hay gente más sensata que yo para hacer crítica. A mí solo me corresponde esta forma de insensatez.

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