sábado, 16 de enero de 2016

Lazos del vuelo


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vuelo. No sabes con qué ojos contemplar lo que abajo te deslumbra.
Sol inverso, más alto tú que el cielo. Tu planear más libre.
El universo a un lado, como si no formaras parte de su equilibrio.
En tus manos  marionetas, el hilo que las tensa. En tu oído esa música.
A tu lengua no llegan ya la sal y la ceniza.

Y no sé con qué ojos vigilas la vida que está siendo. Que te ofrece el latido.
Pájaro que quemó sus alas,
que ahora es fuego.

 

jueves, 14 de enero de 2016

La derrota

Anfitriones de una derrota infinita. Joaquín Juan Penalva.
Huerga y Fierro 2015

ANFITRIONES DE UNA DERROTA INFINITA

  Todas las derrotas son la misma derrota, ya sea en la pantalla ya en la pared encalada de cualquier biografía.
  Todas las guerras son la misma guerra: búsqueda y fracaso, duelo y muerte, cobardía  y valor. No hacen falta uniforme de héroe, fanfarria bélica, escuadrones marciales. Con la épica mínima de unos versos se traduce en palabras el vaho de una existencia, se da cuerpo a la niebla, se desgrana la soledad. Y es que la literatura, en general todas las artes por menospreciadas que se vean, ha tenido siempre esa capacidad de trascender lo evidente, lo más rastrero de la realidad. Si para Schopenhauer era mediante el conocimiento: “mi vida en el mundo real es un brebaje agridulce. Consiste, como mi existencia en general, en una constante adquisición de conocimiento, una continua ganancia de comprensión que concierne a ese mundo real y a mi relación con él. El contenido de tal conocimiento es triste y desalentador, pero la forma del conocimiento en general, el ganar en comprensión, el penetrar en la verdad resulta satisfactorio y, de un modo extraño, viene a entremezclar su dulzura con aquel amargor”, para el poeta esa trascendencia se consigue mediante brebajes no menos agridulces: la memoria, la evocación nostálgica o furiosa, la verdad revelada, la combinación sabia de exterior y entresijos, de imágenes ajenas y quisicosas íntimas, musa amasada con sueño y certezas. Y cualquier birlibirloque, espontáneo o previsto, hace destellar el flash y enmagdalena los recuerdos hasta que, un día como tantos, acaso cierta música, o los pasos perdidos que nos colocan frente a aquel cine donde se pasaban las horas, o la reposición de una película con dopamina en vena, llevan ese ubi sunt? a la casa vacía de los años cumplidos, a la casa poblada de fantasmas, a los sucesivos unos de uno mismo. Y el telón se descorre.

(...) pero ¿dónde están los Casablanca,
los cursos de doctorado,
las tardes de cine,
los paseos por la feria,
nuestra vida de entonces?

 Están, ahora lo sé,
en un patio de butacas
imaginario,
en un tiempo
muerto,
en aquellos momentos
felices.

  La casa de palabras de Joaquín Juan Penalva está poblada de imágenes en blanco y negro y recortes de fotogramas, celuloide ajado que se proyecta una y otra vez sobre el lienzo de las tardes, interminables tardes de lumbre y tiempo que dejan el yo a un lado y cobran vida y voces y podrihabersidos.
 Pero también la realidad es invitada a cenar de vez en cuando. Y asistimos entonces al difícil matrimonio entre dos ficciones igualmente poderosas: la que creemos cierta y  vive así con este engaño mandando, disponiendo y gobernando y aquella a la que, a fuerza de repetirla, acabamos por conferir huesos, alma, razón. Razón de experiencias, razón re-creada ojos adentro, donde toma forma lo que hubiéramos querido ser y es un ya para nunca arrinconado.
 El poeta, como anfitrión, ha preparado el convite. Su hospitalidad es forzada, pero ¿quién le puede cerrar la puerta en las narices a la recalcitrante y humanísima vida?
 El poeta es el hombre que camina solo, el cronista de los cementerios de vagones arrumbados, el acomodador en un patio de butacas imaginario y siempre testaferro de un fracaso que no acepta como suyo, que es suma de los fracasos que jalonan el camino. Es jinete, piloto, tripulante, anfitrión, náufrago, director de escena del gran teatro del mundo que distribuye todos los papeles de la pérdida. Y acapara los más ruines, aquellos que duelen más, para tener de qué escribir en el libro de escribir derrotas infinitas, ese espejo en el que hacerse muecas con la camisa de fuerza bien ceñida. Porque A veces/ el monólogo/ de un loco/ puede ser/ el camino más directo/ hacia la verdad.
   Todos, las películas no protagonizadas, los héroes no asumidos, las princesas irredentas, los viajes hacia una Atlántida soñada, son tinta de esta escritura, material para el canto o para el llanto, el ancla de lo efímero.

 Siempre quedará
 otra batalla que perder.
 Hacia esa derrota
 pongo rumbo.

A lo que añado yo:  No valen medias tintas, ha de ser/ la derrota infinita.

  La que permita retirarse de la escena con el honor intacto, con el orgullo del torero que gobierna su hambre y hace de ellos, honor, derrota y hambre, invitación cabal a la poesía.

Pilar Blanco