martes, 22 de marzo de 2016

EL VUELO Y LA MIRADA, Luis Llorente. Isla de Siltolá 2015

EL VUELO Y LA MIRADA, memorial de la luz
 
Cuando esté con las raíces llámame tú con tu voz. Tú eres sólo latir cobijado en lo oscuro. Al pájaro que fuiste dedicas este canto. Pero dónde está, dónde ese nido secreto de alas amanecidas de golondrinas? Tristeza. Duele el candor, la ciencia, el hierro, la cintura, los límites y esos brazos abiertos, horizonte como corona contra las sienes. Y, con todo, en este trance, en el vuelo quedé falto, mas el amor fue tan alto que le di a la caza alcance.”
 Entrar en la poesía de Luis Llorente (Segovia, 1984) es saltar las tapias encaladas de un jardín que, paradójicamente, de tan abierto a la brisa y a la luz ha perdido los límites y sujeción temporal, se desborda de cauces y perímetro.
 En él cantan las tardes y las noches bajo una lluvia perfumada de pájaros en verano y desnudadora de ramas en el otoño de los árboles; en él se versifica la armonía y la mente pulsa la huella grisalba de las nubes y la que dejan los pasos sobre el suelo empapado. Contemplación de la altura sin perder nunca de vista lo terrenal y próximo, enredándole  sueños y sentidos.
 Contemplación, he dicho. La contemplación es una de las claves. El poeta es mirada tanto como labios que dicen y saborean con pasión y con gula los frutos rojos de la vida gozosa, que a plena conciencia de la certeza de la muerte, es capaz de saltarla con pirueta cretense, hendiendo vuelo y sombras; recreándose en ello.
 Pues es difícil dejar la piel al margen. En estos poemas todo el pensamiento se puede paladear o aspirar, embeberse en su música, puede uno dejarse acariciar lánguida, levemente. Y el verbo, su milagro, se detiene en el ápice de la lengua antes de hacerse aire. Tiembla allí, muerde ácidamente los sentimientos y pierde mismidad. Se ofrece a todos.
 Mirad sino: “la pulpa de la luz”, “el mosto de la lengua”, “las sílabas del beso”, la música del páramo”... llenos de sugerencias. Esto es lo que articula esta primera parte de este libro, bajo el nombre “Del temblor y la escala”. Los gestos, los sonidos, la luz tornasolada,  la locura del pájaro en su tejer y destejer las estaciones, los fluidos de la existencia, amor, desconsuelo, alegría purísima, esperanza o derrota, y luz, siempre la luz, la eterna algarabía de la luz a cuya lumbre se crece lo pequeño y esplende la belleza.
Ah belleza de pasar
y fluir despacio
como secreta llama hacia la noche,
estos lugares habito
y son guarida ante la muerte,
dan cobijo a las pieles
que por el vasto día se desbordan. 
 
 Sin embargo, todo paraíso oculta un rincón de nieblas adonde el sol no llega. Todo día se hunde en la derrota de la noche, en el pulso abisal del frío.Toda biografía se interrumpe en derivas capaces de traicionar los sueños de la infancia. Y el poeta, príncipe de un reino ya casi olvidado, reclina a veces su cabeza sobre la mano para evocar las etapas del camino líquido de la vida, su pasar manriqueño hacia la región del morir, de la que solo el nuevo vuelo es capaz de rescatarnos con su vaivén de espacios y de hondura, don y palabra íntima para el “extraño pasajero de los días”.
Y todo deja
en su indomable tiempo
el vuelo y la mirada,
la esperanza del día
trazando el cauce hacia las frondas. 
 
 ¿Y hacia dónde ese vuelo y ese cauce? La adscripción confesa del autor a sus poetas amados (como fervoroso lector tiene muchos, cuyo magisterio ensalza y reconoce con humildad: Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Luis Javier Moreno, Valente, san Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Claudio Rodríguez…) nos ofrece varias pistas, rutas celestes por donde el ebrio pájaro de la experiencia orienta su búsqueda de belleza, su himno y celebración desprovistos aún del eco amargo con que los mencionados, en tantas ocasiones, han tenido que apurar los posos de la existencia “que corren por plumajes/ y erosiones.”
Plumaje es vuelo, volar hacia la noche. Y, en la noche, la ciudad inventada. Meses que se pasan como cuentas de un collar, aromas de eterno junio, de veranos calientes donde instalarse en despreocupada eternidad.
Volar hacia la infancia y sus pronombres, hacia la luz del niño que traspasa “el portón de la memoria” en busca de aquellos juegos que antaño lo colmaron y apura el zumo del recuerdo con cuyo estallido se generan sabores y evocaciones nuevos.
Volar finalmente hacia lo consabido sin perder conciencia del misterio que entraña. Y desde él la alegría como “alimento del día y su regreso.” 
  Es la trascendencia de lo cotidiano, que nunca es mencionado con el nombre común, que nunca se esconde bajo el traje de diario, sino que se ornamenta para el canto sin dejar de ser verdad, de ser sencillez embellecida y honda.
Al igual que todo hombre es uno y su doble, así el poeta transforma en energía poética los recodos más simples de su hacer, esa “pequeña piel del mundo” que se le ofrece a través del don, ese dedo sagrado que eleva el cuerpo a espíritu y el gesto a verbo más allá del peso de sus sílabas. 
La segunda parte del libro, Las apariencias de la luz, continúa circundando la palabra en un permanente “vuelo de la celebración” pues, a pesar de los versos de Antonio Gamoneda que le sirven de pórtico: “Acepta tu extravío, entrégate a la luz: /la luz es el comienzo de la causa invisible”, la sombra protectora de Claudio Rodríguez nunca abandona del todo la espalda de Luis Llorente quien, como innegable poeta numinoso, es atravesado por las voces, ejecuta el asombro, recibe su enseñanza y sus siete puñales mientras construye, para elevarse sobre toda derrota, un jardín de memoria y de belleza que duerme al otro lado de la luz, esa luz que nos separa y nos conoce.
En esta ruta de fulgor y de sombra la voz lírica va recogiendo  guijarros blancos con los que señalar itinerarios futuros. Y deja bien claro cuáles son sus apoyaturas, su testimonio de lo que le ha tocado contemplar o vivir a ojos abiertos, a emoción fascinada: 
Intentas, por el camino
de memoria y de mudanza,
el drenaje de los tiempos, pequeña
comunión con lo invisible, semilla
y despedida, huellas absolutas
como quien ama el día
y encuentra limpia su existencia,
purificado el gesto
de morir y levantarse,
de pasar a sueño
como pasa el alma en transparencia abierta. 
Una de las posibles encarnaciones del Poeta es la de ser solar, aquel capaz de iluminar los claroscuros de la realidad y extraer de cada edad la dosis imprescindible de claridad -que no viene del cielo en este caso, sino de su esencia misma- y de pureza. 
Purificar, precisa Luis Llorente. Transparencia como destino, insiste. La blancura que derrota a las sombras. No son solo palabras, es fe de vida. Como el gozo, como el equilibrio sobre el perfil del aire. Apurando el verano con la profecía de su brevedad bajo la espada damocliana de la conciencia, hecho ante el que no hay rebeldía ni sumisión, dolor o aceptación callada; solo fluir de tiempo, solo manar de agua, solo sucederse de la luz: 
Y dejas caer la piel
en el río invisible
que de ti se separa como una letanía. 
El tiempo es, por lo tanto,  uno de los hilos de esta urdimbre, espacio en el que planear, espejo para la curiosidad de la mirada. De ahí procede el nombre de la tercera parte del libro, “Tejer el tiempo”, en la que la labor hilandera equivale a la escritura por cuanto se revela la vida como página en blanco que refleja los trazos –torpes o magistrales, urgidos o demorados- con que se vive, se aprende a ser, se retrata uno aquí, en este tiempo.
En una poética de lo trascendente, también el tiempo alcanza el valor de aquello que propicia, el término de la ruta, el premio del afán. Curiosamente, quien parte de la luz busca la luz; quien traduce su existencia en sucesivos fulgores ve al final de la andadura el destello definitivo, mariposa de llama trémula que ansía arder para siempre en el eterno incendio de la muerte.
Tras el esplendor del verano todo se apaga, todo se muere un poco, cae, se borra. Esa quizás sea la razón de la fragancia agostada de los poemas de esta última parte, donde abruman cementerios y náufragos, testamentos y sombras solitarias ahogadas en su sed.
Y la noche.
La noche como un río y un desbordamiento.
La noche como un milagro y un terror febril.
La noche a la deriva y las palabras en las que nadie es náufrago. En las que todos lo somos, porque llega de su mano el otoño que cierra cielo y luz, que cierra un libro de luz y vuelo donde las promesas son logros, la materia informe tapiz de hallazgos y espléndida poesía.
 Y como tinta del poema
la sangre va por los costados,
en el río espera
la visible batalla del silencio,
la lenta opacidad donde ya encuentras
el desnudo tejido en la mirada.
 
 Pilar Blanco.