martes, 26 de julio de 2016

Reloj de melancólicos





















RELOJ DE MELANCÓLICOS
José Luna  Borge. 
Los papeles del sitio, Sevilla   2016.

 En toda vida humana hay un reloj, un discurrir de tiempo que acompasa el latido de los días al de las emociones; que apresura su flujo o lo detiene; que brinca con piernas jóvenes o arrastra el paso a través del montebajo de los años en fuga.
 En toda vida humana hay un después y un antes, un “a partir de ahora” con su propósito de enmienda. Un "nunca más" tras el que protegerse de los errores cometidos.
 Pero solo algunos pasos precisan de esa muleta de melancolía que transfigura a quienes se apoyan en ella, que les imprime una música, una huella distintas. Que traduce instantáneamente el jeroglífico de lo cotidiano a uno de tinta pálida, de tonos desvaídos, de paladar maduro y añoranza intensísima.
 Quiero decir melancolía y no tristeza porque la una construye lo que la otra devasta. Son los melancólicos, cuyo reloj marca horas que perdió el calendario, los que llenan las páginas, partituras y lienzos con que el arte cincela a sus criaturas. La tristeza es estéril. La melancolía puebla la mirada y las manos de semillas.
 Memoria, infancia, lo transcurrido, las historias sencillas, las irrecuperables, lo arrebatado... una visión barroca que predica desgarro y resignación al mismo tiempo, que contrapone un estoicismo contenido a la confianza en los pequeños milagros que embellecen el instante. 
 Y siempre la promesa de lo que está por llegar, lo que esconden los días en su sucederse inexpugnable.

 José Luna Borge (Sahagún de Campos, León, 1952) lleva años reflexionando en prosa y en verso sobre los trampantojos con que nos la juega el pasado, siempre reacio a dejarse enmohecer por el olvido. Desde sus diarios y crónicas de sesgo autobiográfico, tramados en un lenguaje excelente y castizo, se ha convertido en intérprete de la aventura interior, cuyo punto de partida se arraiga en una memoria (esa "abeja muerta que pica" de Juan Marsé) que fija campos, personas, afectos y estampas como antídoto contra lo cambiante. Que analiza y construye sus ficciones verídicas contra el avance de la desmemoria que de todo se adueña.
Giras sobre tus pasos contemplando
otras riberas, sotos arbolados
de suave sombra y sosegado estar,
campos propicios de ternura cierta
sobre los que construir tu nueva casa.

 La nueva casa se apoya en la firmeza de la que la edad ya ha abatido. Aúna así un quevediano presente sucesivo, la telaraña desdibujada y siempre amable del recuerdo con el retoñar de los paisajes que la mirada nueva aún no ha terminado de moldear.

Recuerdo el farolillo de los trenes
que llegaban al pueblo,
que se encendía en el vagón de cola
al hacerse de noche.
                                   Su latente
fulgor se abría entre la oscura niebla
como la campanilla del viático
cuando cruzaba el pueblo en la alta noche
para llevar consuelo a un moribundo.

Aquella breve llama se hace paso
en el oscuro mundo del recuerdo
y acoge aquellos días con su amparo.

 Así es Reloj de melancólicos, cuyos primeros versos ya avisan al lector desde el principio de que se adentra en un tiempo fuera de los cauces cronológicos (tan solo la huella/ del tiempo arañado). Que desgranará recuerdos y evocará sensaciones inmunes al carbono 14, al adeene escudriñador de razones vividas.
 Se abre, pues, como una evocación, como el viaje en un tren de los de antaño, lento y nocturno, cuyo final de trayecto apenas puede vislumbrarse entre la niebla. ¿O es la niebla el verdadero destino? (…tanto blancor manchado solamente/ por el paso del hombre haca su niebla.).¿O es la niebla el durante, la imprecisa realidad de este presente? (…perdiéndote en la niebla de los días/ que fueron humo y dieron en engaño...)
 La mayor parte de este reloj de nieblas transcurre entrevelado: días de humo, brumas, baño nebuloso, estaciones sonámbulas, gracia desvaída, desvalida, desleída por “secretos lugares”, memoria, misterio, pérdida.
  A pesar de que el avance por el itinerario de la vida debiera proporcionar sabiduría y un cierto distanciamiento, lo que se advierte es contingencia y permanente improvisación. Como si de las experiencias fallidas manaran dos dolores distintos: el inmediato, perceptible, y el de saber que se volverán a cometer de una u otra manera. Porque la enseñanza que se desprende de la lectura es que solo equivocándose sigue uno el sendero de los sueños. Dejar de intentarlo es una de las maneras de estar muerto. Insistir, el estímulo, propósito y conquista de todo viaje.
 Pero cualquier aventura, aunque sea figurada, busca compañía y avituallamiento acorde a su necesidad. Manos que estrechen, vínculos que se engarcen como enredaderas de afecto. Aunque sea a cambio de futuras pérdidas y olvidos. Ese es, en mi opinión, el motivo principal de este libro, su fuente genesíaca.

Pero el olvido
no es fácil de aprender;
nadie enseña a perder
cuanto ha querido.

 Pues si se pierde biografía y la infancia se evapora, si del entusiasmo se desbrava su ribete de espuma, es la pérdida del amor uno de los mayores sacrificios que exige el implacable dios del tiempo.

Ningún amor regresa,
nadie sabe
dónde está el almacén para buscarlo,
su oscuro umbral de niebla se nos vela.

Orbitando alrededor de este punto, todo el libro es unidad, todo recapitulación de una vida como muestra de cualquier otra vida posible . De este modo, llegamos al final como quien regresa al punto de partida, pero con la cosecha del viaje grabada en la retina: huyamos del canto traicionero que nos invita a ser estatuas de sal, a quedarnos petrificados en un recodo amable o amargo del pasado. Huyamos de la tentación de mirar hacia atrás hasta doblar el cuello. El futuro se escribe con los ojos fijos en el horizonte, abriendo los mañanas, olvidando con resolución el ayer consumido.
No vuelve lo perdido, aunque nada se borra si se es capaz de retenerlo. Esa es la labor de la literatura y sus sirvientes, su mayor empresa. Su seguro -y tan humano- fracaso.