domingo, 21 de mayo de 2017





HABLANDO CON LIBROS
Entre el susurro y el temblor. Tú me mueves. Agustín Pérez Leal, Pre-textos 2016


Agustín Pérez Leal es un poeta que se prodiga poco. Apenas tres poemarios y una plaquette constituyen su obra y bastan para dar cuenta de su aliento, lo que no es de extrañar si observamos el grado de depuración y de exigencia que imprime a cada entrega, resultado más de una intensa decantación que del derramamiento emocional.

Tú me mueves,  su nuevo libro, que recibió en 2016 el premio Antonio Oliver Belmás y acaba de ser distinguido con el Premio de la Crítica Valenciana 2017, se afianza aún más en ese ahondamiento del decir que rastrea la médula, que se recata y mide el arrebato; que sugiere sotto voce el íntimo temblor.
Agua, luz, explosión de sentidos. Observar, primer paso de los pies para observarse. El cuerpo quieto y móviles los ojos. La luz que ciega la percepción; el agua que la reanima.
Serenidad.
El ascenso ¿es solo del yo efímero, del yo humanísimo y terrestral o de un yo ontológico que trepa por la escala de Jacob hacia el lugar de la mirada definitiva, la del que ya ha puesto nombre a lo que ve; la del que sabe?
Todo se eleva en este libro y de altura es el movimiento, gigante, cenital. La luz que hace brotar el día, el canto de los pájaros que le otorgan misterio, la “savia del corazón” que vivifica hasta el momento último, hasta la “muerte viva”, la “cabeza viva”, el “silencio vivo”, la “carne viva”, la “roca viva”, el “aire vivo”, el “hueso vivo”… Porque en este libro todo apunta a la vida, todo es epifanía que late, rebulle, vibra, entona la plenitud palpitante de existir.
Aunque toda luz-haz tiene un envés sombrío: no hay culminación de la luz si no brota desde la tiniebla, ni canto de la luz que no proceda de la germinación de la locura. Así, el poeta explorador, el poeta trampero que se tiende en la nieve para esperar a su presa siente a veces esa llamada turbia, esos colmillos que penetran poco a poco en su carne. ¿Quién sabe de antemano hasta dónde la herida? ¿De dónde la sanación?
Casa de heridas.
Casa para la mano y el olvido.
Casa donde sanar lo que no somos. 
 
Aunque al final regrese el sol y se oculten los cuervos, la negra flor, la noche y su desgarradura; aunque el blancor de almendros cubra la ausencia de pájaros.
Temblor, delicadeza, roce de brisa en las ramas, de luz en las hebras del aire, de pensamiento en el párpado. Así fluye por el cauce del libro la linfa secreta de una mística pagana susurrada en un idioma vegetal y luminoso. ¿O acaso numinoso?
Nada parece sobrar en una arquitectura que sostiene y es sustentada, donde se equilibran la espera y el encuentro, la conciencia de lo perdido y el esplendor de lo insignificante en apariencia, esa insignificancia que Kundera define como "la esencia de la existencia" y que tantos magníficos poemas ha generado.
Así, en Tú me mueves todo es contemplación y al mismo tiempo cuerpo, mirada sobre lo que existe; deleite desde lo que se siente. Humano. Culpable de lesa humanidad.
Voy a esperar aquí mientras me pongas
Aire en la boca o fuego en los pulmones
Y reserves el día para mí.
 
Voy a esperar aquí, sal en el ojo.
Aquí, aquí, las manos abrasadas.
Aquí, aquí, la boca muerta.

 Voy a esperarte aquí.
Donde me hablabas.

 La espera no es sino una puerta. De cada uno depende atravesarla a cuerpo enjuto o pertrechado de todas las armas a su alcance: las lecturas nutricias, la coraza biográfica, los ojos de la niñez, el dardo selecto del lenguaje; todos ellos conforman las voces y sus ecos, la alucinación y el pensamiento preciso,
el heroísmo preciso:
Juana escuchaba voces.
Fue quemada por ello.
Osip oía voces
y fue sacrificado.
Oigo voces.

 Ya sé la que me espera.

 Uno sale de la lectura de Tú me mueves con los pulmones inflamados de oxígeno, envuelto en la claridad de un “mundo recién regado” en el que la vista se complace frente a cualquier turbiedad o desasosiego. Pues no se niega la pena ni se oculta la prevalencia del dolor de vivir. Pero las hojas caen y almohadillan el roce hasta arrumbarlo.
Vibra un acorde
final, ceñido, íntimo
como una gota

de ámbar llorado.
Nunca tuve raíces.
Me acuna el aire.