martes, 31 de octubre de 2017




Pérdida del ahí, Tomás Sánchez Santiago. Amargord Ediciones 2016
«El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida...
—Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.»    
                                                                                  Pedro Páramo.
 Puede que al escritor lo maten los murmullos, ciertamente. Los ajenos o propios, la campana de ruido que impide escuchar la melodía. Que destruye el abrazo tan blanco del silencio.
Y no queda más remedio que sumergirse en él; tomar aliento y saltar al vacío. Segar la voz. Enmudecer.
Tras la mudez, el albor del lenguaje. Pero antes un despojamiento cuyo itinerario  sigue el autor con discreción extrema, de sol en sol y lluvia en lluvia hasta que cuaja el fruto y alcanza su sazón.
La palabra es un fruto que arde en los labios aun antes de probarlo. Y no tiene estación, pero tampoco presente, solo capas de tiempo que ir arrancando hasta llegar al hueso. Nace de la distancia de su almíbar.
Por ejemplo
           Almíbar de la casa. -
 
La eterna evocación que transporta olores, recintos en penumbra, ecos que fueron y hoy retumban como la carcajada de un espectro. Huesos limados, roídos y todavía capaces de hacer caldo. Ojos de madre, voz de madre, lejanía de madre, “la masa madre”; la que enseña a nombrar al modo en que las postales enseñan la música del viaje.
Como en “Las cosas claras”: 
Presencias sumarísimas: la leche reventando como una barba blanca en la cazuela, la caída verdosa del aceite, el olor a contrariedad en la achicoria, la obscena liturgia de pelar las patatas, la fiebre de los ojos que arden como uñas por las afueras de tus manos.
Las manos actuando ahora hacia otra ganancia: la de las proporciones impecables.
Cosas claras de infancia. Tú entre todas.
O también
 
 
            Almíbar de los nombres.- 
 
El hombre se queda solo ante la palabra. Deja  atrás la geografía, deja el tiempo y los compañeros de viaje. Pues para oír la música exhausta del adentro hay que silenciar el exterior, la turbamulta ajena.
Saber nombrar es llevar el mundo girando sobre un dedo. Desdecirse es recuperar el manantial de la inocencia. Y entonces, renombrar:
Y tú te despachaste
en la mudez,
a ella te confiaste
por si salía de su raíz secreta
música y espesura
a la vez,
oscura melodía
que un día atravesaría los nombres 
sin mancharse.
“Vivir es caminar breve jornada” y nunca con el mismo equipaje. Es preciso ir arrojando dientes y anhelos,  cabello, uñas, cáscaras vacías, copos de llanto; sembrar un rastro de toses cuando la “intelijencia” que proporcionaba el nombre exacto de las cosas ha dejado paso al hastío del siempre perder.
Así he vivido por un tiempo: sin rabia y derrotado
por lenguajes de carrocería muerta. 
 
Además, 
 
           Almíbar del agua y lo verde.-
   La fruta está quieta. La fruta está ciega, es un perro tranquilo. Los frutos del otoño como lluvia negra buscando el consuelo del reloj: flores, frutas, huesos, la travesía de las estaciones como la que recorre la palabra del cauce al sumidero. Lenguaje vegetal, lenguaje de agua pero también animal, con palabras que mugen y braman y protestan; que crujen, crepitan como árboles y ríos, pámpanos, semillas, vainas, como el roce del viento. Palabras al azar de su vuelo o palabras disecadas que regresan por extraños conductos desde su abandono, desde el “ya no sé escribir”, tal como vuelven las hojas a proteger la desnudez del árbol. Ser desnudo aquel poeta que no encuentra su abrigo en el lenguaje, pues en su lengua amarga convergen claridad y penumbra, alba y anochecer, trayectos desde la iluminación al fracaso donde concluye toda escritura.
Y
          Almíbar de lo que volara.-
 
          Con el símbolo del pájaro la cuarta parte del libro, “Pájaros extremos”, adopta forma nueva y se desplaza a saltitos caprichosos, picotea y se aleja de imagen en imagen a seguir picoteando  cualquier salpicadura de evocación. Sin intentar un vuelo que apartaría al ave del poema del grano minúsculo  que es germen y alimento.
         Es el momento de abrir las troneras de la memoria para que el día alumbre con las distintas luces de sus horas, bajo las que juegan los “niños del verano” y desfallecen los pájaros. Uno de ellos, el más frágil, es el poeta mismo:
(…)imagínate mucho que el pájaro soy yo
uno de esos
a veces
me va faltando vuelo,
no entra ya fortaleza que sostenga el plumaje
y caigo, voy cayendo
por las barandillas desfallecidas
en estos días baratos
y sin amor, sin rodillas siquiera
donde apoyar la lástima     (…)
volando tan tan bajo…
 Los pájaros, de la noche o en llamas, extraviados y anunciadores de las estaciones, pájaros de vuelta de todas las vueltas, resortes de un pasado que se creía muerto y, sin embargo, brota en las esquinas de un arrepentimiento que desordena porque eso, el desorden, es lo que conforma la materia prima del poeta,
 Su
          Almíbar del dolor.-
 
   Todo sabor encuentra su complementario. En ocasiones el canto tiene garras para escarbar la tierra. Uñas rotas que rastrean el hueso, espinas que construyen cilicios que los años no consiguen despuntar.
Carne trizada, versos que supuran, memoria perforada para la que el poema hila sus vendas, 
como en “Página”: 
Son los muertos no apuntados: huesos llovidos durante setenta y cinco años y ropas atormentadas por los quisquillosos animales de las cunetas.
 O en “Amistad terminal”: Él no atendía a la punta de sus dientes sino a su herida propia.
 Y en “Perfectamente, perfectamente:  
…en medio de la nada hasta el hombre tranquilo que se mueve bajo la luz ácida de los antibióticos y bajo los números desanimados.
Y él duplica una palabra como para apretar contra sí mismo un dolor que no quiere que alcance a nadie más
“perfectamente, perfectamente”.
 En ocasiones el tiempo es largo, elástico, de pespunte interminable. Y la garganta intenta hablar aun atravesada por astillas del dolor de decir y su terca gramática:
 hace tiempo que he iniciado un regreso
y todo sabe a lo que sabe
una campana solo agitada por las obstinaciones.
 Cuando la voz naufraga hay que esperar con el verso apretado entre los dientes a que se recupere. Y entonces comprobarse,con la perplejidad de quien vuelve a escrutarse en el espejo y observa las líneas que la edad ha sembrado en su rostro; reconocer, más allá del azogue, al niño y al soñador, al diletante y al forjaquimeras que acaso no se había ido del todo.  Renacer de unas cenizas que nunca llegaron a sombra y nada.
Desde ese recuperado “ojo avizor”, el lenguaje despliega sus nuevos límites y retoma la labor de dar nombre a la incertidumbre, forma a lo nebuloso, ancla a lo que siempre se está yendo.
Para ello quizás sea necesaria la figura del poeta obstinado, aquel que, aunque en apariencia se pliega a los zarandeos de la adversidad y enarbola la bandera blanca, jamás deja de mantener una tenaz resistencia impremeditada. Y vuelve a levantarse, perdida ya la inocencia, azuzado por el descreimiento o el omnipresente dolor. Pues los años, que liman las aristas y son capaces de redondear la pìedra más hiriente, dan muchas veces agudeza al carácter y soltura a la voz, que no admite más cortapisas ni barrotes. Es la enseñanza de la derrota, la más alta fortaleza.
 Por último
        Almíbar de todo aquello.-
    Hay una poesía de la evocación que dota a los objetos de un poder que la efímera existencia del ser humano y sus afectos ha perdido. Y así, loza, anaqueles, estufas, sábanas, cucharas…cobran vida propia, encarnan, simbolizan.
De algún modo la muerte desempeña también su papel en el coro de voces que conforma este libro. La memoria no lucha contra ella sino que va apagando luces, clausurando habitaciones, sellando puertas. Pero deja una flor que es la palabra, capaz de conservar aquel latido que se detuvo para siempre con su aroma y su menguado color. Madre, amigos: José Diego, Campos Pámpano; los propios yoes sucesivos del poeta examinados con la lupa de la edad en un ejercicio de evocación sobria, sentida, sin nostalgia.
Cuatro años ya sin ti.
Desde entonces se han ido posando pájaros densos y frutas añadidas sobre el peso inseguro de tu nombre. Contrario al epitafio consabido, la levedad ha llegado a hacerse tierra. Transferencia espesa. Rumor que dio en cal porque nombrarte ya es fijarte a lo que importa, ponerte en pie sobre los pedestales donde aguantan, indemnes, las melodías sobrevenidas y los rostros necesarios. Ángel.
 Todo, al final, puede parecerse a todo.
 En los poemas de Tomás Sánchez Santiago los objetos se acoplan mansamente a sus opuestos, se ciñen o retuercen en busca de una imagen que provoque un destello, un rictus de reflexión o de sorpresa. Así, el quejido de la naturaleza es “como abotonar, con pena, una chaqueta”; los brochazos primeros del amanecer equivalen a “las palabras iniciales de un poema: borrones, ruidos, manchas…”; el crecimiento secreto de una niña “como la barba de los hombres”; las estaciones pasan “como bueyes desorientados” o giran “como las llaves en manos de los tímidos” o las horas de la noche que se suceden en vela son “la carne caliente de la noche empapelada por las espinas secas del insomnio”.
 Pérdida del ahí es un libro de pérdidas, ciertamente. De la voz y de muchas de las certezas con que salimos pertrechados al combate de la vida. Pero es también un libro de confirmaciones. Porque en él resiste y se nos regala todo lo que permanece y tambien lo que regresa cuando ya no se esperaba. Porque en él hay auténtica poesía y, en palabras del propio poeta, ¿Quién puede, quién, resistirse a esa belleza inexplicable?
Pilar Blanco, octubre 2017



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