martes, 16 de enero de 2018

 HABLANDO CON LIBROS

Épica de raíles, de Verónica Aranda. Premio Internacional Miguel Hernández 2016. Editorial Devenir
Un cuerpo roza otro cuerpo con los dedos, mide su espina dorsal, vaguadas, cordilleras. Como un tren. Como un viaje hacia la irrealidad que fuera dibujando ese mapa interior con trazos de memoria y de paisaje. De La India a Lisboa, de Lisboa a la Tierra del Fuego o a las islas de lenguaje contradictorio donde se besa en español.

      En selvas bajo el monzón
      En vagones del hemisferio Sur
      En patios desconchados de La Habana

      En mausoleos febriles bajo la canícula

      En aldeas fantasma…

En un cuerpo que se multiplica en otro cuerpo para hacer del viaje su osamenta y su geografía, su cumbre, su valle hondo. Su destino de piedra acariciada por la lluvia.
Imágenes vibrantes, sensoriales, arrebatadas del calor de los sentidos, donde la luz se huele, la cúrcuma se pisa, el hielo se escribe con las manos, glaciar de azules; el té se teje; el desapego tiene lumbre; el mar se mece sobre un tigre dormido.

              Ningún indicio de palabra exacta.
              El centro del poema es como un pez
              aleteando en el estanque angosto.

Todo viaje se inicia y concluye con una despedida, acaso cientos.
Toda piel se cierra tras haber dejado su mensaje; se niega tras haber confirmado el sentido concreto de la vida.
Todo nombre tiene un último instante en que pronunciarse, en que beberse en la boca del otro.
Y pasa un nuevo tren con rastro de luces cobrizas, de olor a leña, de huertos escondidos y cimientos sonoros.
Sus piedras y sus campos por segar.

             Todo poema encierra
             una labor de duelo.

 Y es así. Abrir unas páginas dispuestos a dejarnos seducir y transportar. No hace falta equipaje ni las aduanas detendrán nuestro peregrinar. Solo la palabra de Verónica Aranda es suficiente para levantarnos. Nos secará la piel. Abrirá en las pupilas pupilas nuevas.

jueves, 4 de enero de 2018


 
 
 
 
 
 
 
 
Noche iluminada del cuerpo. Augusto Rodríguez, Amargord Editores 2017.
                                       El poeta es un cultivador de grietas.
                                       Fracturar la realidad aparente o esperar a que se agriete
                                       para captar lo que está más allá del simulacro.       
                                                                           Roberto Juarroz
 
Hay viajes por escenarios insólitos, abiertos como ventanas, de los que regresar cargados de imágenes, pequeños tesoros de aromas, sabores, ecos de voces extrañas y tan próximas, calidez y caricia desde todos los perfiles de la sensualidad. Y también hay viajes sin salir de las fronteras con las que nos marcaron y nos identifican: un nombre, un hogar, una patria.
Vueltas al mundo íntimo o por ochenta mundos pero en un solo, en un mudable cuerpo.

Este es el viaje que aborda Augusto Rodríguez (Guayaquil, 1979) en su nuevo poemario, Noche iluminada del cuerpo, donde se entremezclan desde el mismo título las sombraluces de la existencia: la insoportable fugacidad del cuerpo, asaeteado por el dolor y las pérdidas (recordemos su estremecedor recopilatorio El libro blanco –Chamán Ediciones 2016), en contraposición al sobrehumano afán de vuelo y trascendencia.). De semejante contraste nace este libro-cuchillo que hurga bajo la piel,  libro-incisiva noche que vierte su plomo en la herida de la luz.

¿Qué es un cuerpo?
¿Qué es un náufrago?
¿Qué es un ojo?
¿Qué es la muerte?

 Cruel, sucio, maloliente, apaleado, hundido, esperanzado libro.
…sexo, sexo, sexo…
Dolor que abruma, miedo que anula.

Cuerpos vivos, cuerpos ya muertos, cuerpos expuestos y en sutura, cuerpos gangrena, cuerpos con-contra otros cuerpos. Corporeidad: encarnación del grito (¿dónde la voz?), encarnación del alma (¿qué queda del cuchillo del instinto en las pieles?), encarnación de la soledad (¿quién acompaña el último suspiro?), del tiempo (¿y quién destruye qué?). Encarnaciones y descarnaduras por cuartos de hotel, hospitales, ataúdes, cementerios, escenarios contra los que se quiebran los icebergs del tiempo.
Cuerpos/manos, ojos, tobillos.
Cuerpos/úteros, lengua, uñas.

Penetrantes y penetrados cuerpos. Su historia aparece en esta noche iluminada como la enumeración de lo que son y de lo que ya no son, de aquello que tienen, han perdido, añoran, destruyen, recomponen, se niegan. Porque la carnalidad es una presencia y muchas ausencias. Porque su arcilla choca con las cosas, se moldea y define a partir de lo que la rodea. Y las sombras de su noche se disipan o crecen si hay lechos donde dormir o morir, si hay puentes y flores, dioses a los que adorar y vacíos que colmar y con los que colmarse. Como la vida misma, retratada en poemas que se construyen y avanzan mediante preguntas con que golpear la conciencia, con que desgarrar las costras superpuestas de la incertidumbre:
VI

¿Qué es un cuerpo que no respira?
¿es un cuerpo más feliz? ¿dónde está la alegría?
¿quién la escondió? ¿alguien se la robó?
los cuerpos yacen en camas, en frigoríficos
en camales, en cementerios
¿qué es cuerpo desmembrado?
¿ya no es un cuerpo?
una mano lejos de su cuerpo, quiere tocarme
¿qué quiere tocar? ¿mi mano?
                                               ¿mi pie?
                                                           ¿mi esperanza?

 Augusto Rodríguez ha construido este poemario desde las preguntas. Porque eso es un poeta, el que no sabe. También el que no sirve en un mundo de utilidades y anatematización de lo inútil. Y lo inútil es todo aquello sin precio ni límites, lo que no cabe en el diseño de un mercado implacable. Lo que era hasta hace bien poco la poesía.
Las preguntas penetran, perforan, hieren, excavan. Tierrasangre, barromuerte, realidad alanceada como un toro impasible o ciego de bravura. Solo las palabras parecen ofrecer un respiro a tanta asfixia.

Beberé de tus palabras
la luz de nuestro origen
la herida que en tus manos
nunca cicatrizará.

 De las preguntas se desprende cada hallazgo poético como esquirlas luminosas o grumos de sombra, estallidos que en el cosmos de la poesía son bengalas contra el miedo.

Saber adónde se va pero no cómo, pero no cuánto, pero raras veces con quién.

Diálogo de contrarios, es cierto. Pero desde la autenticidad y el desafío con que provocar al lector y entregarle la aguja de marear el caos.

Un barco a la deriva. Un camino en la altura. Un viento que no llega, esas son las preguntas.

 Las respuestas encienden, guían como como brújulas de voz, eternizan. Son vacío y quebradura frente a plenitud y reconstrucción.
Desde la contradicción de la vida/muerte todo se reasigna. Lo hermoso es efímero, la destrucción aniquila la belleza, las pieles son temblor y son coraza. Y el cuerpo vuelve a interrogarse y tiene miedo.

 Dónde está mi voz
-dijo un cuerpo-
dónde está mi lenguaje
mis palabras, mi lengua
y repitió solo
una y otra vez
tengo miedo.

 Su miedo es el de todos los que alguna vez han sentido la respiración de la muerte en la espalda, los que se han recreado en la propia vulnerabilidad.
Por ella avanza el libro en su itinerario desnortado, de “Cuerpo abierto” a “Cuerpo reservado”, a“Cuerpo público” hasta llegar finalmente a “Cuerpo cerrado”.

Avanzamos por un territorio cruzado por las balas, la trata, la violencia, la devastación, al que difícilmente llegan las palabras ni existe memoria de la belleza. Solo soñar alumbra.

Y el cuerpo, ¿como sinécdoque de qué? ¿Cuerpo ensimismado en su latido? ¿Vertido en el idioma que lo pronuncia? ¿Cuerpos fluyentes sin ánima o cuerpos amaestrados por un aliento caprichoso que terminará abandonándolos?

Al fin, la negación, el reino de los nuncas que solo se contrarresta con presente.

 II

Cuando alguien muere
-así sea un familiar o un desconocido-
mis ojos no lloran
me quedo en silencio
mirando el milagro de la muerte
hasta ver como el alma sale del cuerpo
-yo no digo nada-
para no asustar a los que lloran
lo que no saben es que su alma
ya viajó a otro lugar
siempre he creído
que la vida es destrucción
y un muerto es un hombre derrotado.

La derrota planea sobre todas las páginas de Noche iluminada del cuerpo; quizás sea esa su aueténtica noche mientras añora ser puro instante de luz. Pero, entretanto,  esa fragilidad, esa quebradura de la gloria de los cuerpos, tan inseparablemente vinculados a la alegría, esa apoteosis, el esplendor en la hierba, el ánima dando aliento a los pedazos.

Los cuerpos son presente (la infancia / es un país enterrado/ en el fondo de nuestra memoria…) que respira o que ofrece poco más que una lápida. Los muertos son presente con sus voces, ausentes que nos guardan un lugar en el cierto futuro. Y ya no serán ni pertenecerán. Habrán perdido pero, en su lugar, la trascendencia y un eterno Quevedo mas polvo enamorado invocando a un “tú” desde la misma consunción.

Cuando muera mi cuerpo
no le pertenecerá a la muerte o a mi Dios
el cuerpo que se pudre
ya no me pertenece, no soy yo
yo salí a la velocidad de la luz
como un astronauta a un viaje espacial
el cuerpo del ataúd es un impostor
un doble mío y será enterrado
varios metros bajo tierra
yo estaré mirando el mundo
desde el espacio
pero siempre estaré pensando en ti.

Pero, al final, ese presente terrible es el único alivio frente a la derrota que supone el futuro. Su viaje es el último viaje, sus promesas la trampa que ciega la mirada, pues nunca:

 Nunca tendremos los órganos tan sanos
nunca tendremos tantos cuerpos en la cama
nunca tendremos la esperanza ni los sueños
nunca tendremos la belleza
nunca escribiremos
nunca tendremos la edad ni los ojos iluminados
nunca tendremos los hijos
nunca tendremos el sol y la luna en cada mano
nunca tendremos esta piel
nunca tendremos los libros
nunca tendremos la salud y la fe
nunca seremos más hermosos que ahora.

Si Juarroz cultiva y se sumerge en las grietas, Augusto Rodríguez se mueve en ese margen en el que el dolor está a punto de trascenderse, de abandonar lazos físicos para enfrentarse a la última elección: regresar a la tierra y en su humus germinar, de nuevo hombre, o alzarse a ser espacio, luz que guía en la noche de allá abajo, partícula de la materia indestructible de aquello que llamamos universo.

Abismo y grieta también. Pero al tiempo la salvación a través del sacrificio porque, volviendo a Juarroz, El último paso, / la perfección del diálogo, / consiste en convertirse uno mismo en ausencia.