domingo, 22 de septiembre de 2013

Una lectura (nada sesuda) de ADONIS

                         Travesía de la arcilla
               

 
 
           Una lectura de ADONIS
  
Un hombre escoge su propio nombre y así, sin premeditación, escoge patria y universo donde situarse. Se rehumaniza desde la poesía, desde la libertad para crearse y construir a un tiempo nombre, yo, patria y universo.
Porque a veces suelo, identidad, religión son sílabas desde las que nos pronuncian y restringen. Y debe ser, y lo es sin duda el poeta, esa alma capaz de elevarse sin admitir más ancla que el vuelo.
Singulares, dijo uno que es muchos a la vez: los poetas que le han dado la voz, pero también tradiciones, mitos, los siglos a la espalda y la mirada actual, las mujeres en su reducto femenino, cada piel abierta al sentir multiplicado, que en el creador auténtico cobra pulsión de enjambre.
Uno y todos, los al ras y los sumergidos, buscan conocimiento y buscan luz, fuego de los sentidos y misterio. No niegan lo que describe al hombre. Lo realzan.
Primer cuerpo desde el origen genesíaco. Pero no hay cuerpo único. La materia forma al niño, el niño da su sangre a la tierra. De tierra y sangre se moldea otro cuerpo. Juntos, constituyen un hombre. Ahí el mito de Eva y Adán. Y desde entonces, un mismo ser errante con dos cuerpos.
Desabrochó la tierra sus botones, anduvo
libremente en nuestros pasos.
Cuando nos preguntó, dijimos:
                        “Tierra nuestra, el amor conocemos. Trajimos
                        nuestra arcilla del polvo de sus lindes, trajimos
                        el hechizo de la luna errabunda en su período y entre nuestros dolores,
dibujamos
sus miembros invisibles
en los nuestros.
 
He aquí nuestra tierra:
                        Ansiamos que el amor ame sus nombres
                        como se recogieron
                        en todos los cuadernos de sus días.
 
De ese modo, cuerpo a cuerpo en la más imprescindible de las batallas, va el ser humano, va el poeta a su último mar. Sensualidad de isla, de palmeras, de playas del pensamiento hacia las que se orienta la búsqueda del navegante. Viajar al naufragio.
Océano los ojos que nos aman.
 
“Desde la nada,
allá donde el sentido
yerra por los desiertos,
llega el amor, extraño, como siempre,
mayor de cuanto imaginamos, más excelso.
 
¿Hay refugio posible en estas brasas?”
 
Pues es la vida un permanente viaje del amor al amor, menudo hallazgo. Puentes y laberintos facilitan y truncan.
Pedimos manos, pedimos ovillos de devanar, pedimos la confianza perdida. El amor, lo absoluto.
Todo lo da.
De todo nos despoja.
Sin él no es fácil proseguir. Con él es improbable no llorar.
 
“-Mis sendas se remontan a ti, mis sendas hacia ti
son ruinas, desiertos.
Ya no podré llegar,
mi lugar es extraño,
también las estaciones de mis días
se van haciendo extrañas.
 
Toma otra vez mi mano,
dame otra vez la tuya,
ya no podré llegar.”
 
A veces el viaje tiene la dimensión exacta del infierno. Las piedras se hacen filo, las ramas cortan la piel y el trayecto solo conduce al nunca.
Ese desierto cuyas arenas hirvientes impiden el avance.
Los cuerpos cierran su frontera. Alambran la mano tendida en su inocencia. Del hilo telefónico cuelga el cadáver de lo que ya no se dirá.
La luz se eclipsa.
 
Levantarse de dónde,
caer a tierra
agusanar la forma. La crisálida eclosionó en vacío. En ese ser sin alas que se arraiga en el suelo que lo encierra.
 
Él perdió el lugar y el rastro
casi pierde su cuerpo
            ahora no es más que un epitafio en el que están
grabados unos talismanes
            que se parecen a unas huellas de hormigas:
¿y tú también le rechazas, oh lenguaje?
 
Cuando se pierde todo, ¿se pierde también la voz? ¿O es entonces cuando estalla el grito en toda su desgarradura?
Cuando se ha perdido hasta la esperanza, nada mejor que un libro, muchos libros. Como una travesía de la arcilla a la luz.
Es la estrella polar del navegante,
la que guía a los magos al enigma,
al huérfano a los brazos de su nostalgia primera,
al moribundo al centro de su pánico.
Sea poesía.
Recorrer el espacio con el libro en las manos. Sumergirse en su estanque, beber su agua de vida. Y encontrarse de nuevo en el inicio. Pez que en sus boqueadas de asfixia halló el río, trazó el arco, fue flecha de aire y plata.
Con el poeta que escogió su nombre, atravesar un país como mercader que arrastra sus fardos, que intercambia su mercancía, que se aventura. Arriesga.
Dejar lo que uno lleva consigo –mirada y sueños- para obtener a cambio el tesoro de la mirada nueva. Saber lo justo. No seguir una ruta empedrada de prejuicios. La provincia romana del oro y la corrupción. De las bellas ciudades como flores del desierto. De los mitos. De la literatura. Hay que llegar.
Camino de Damasco el caballo fue clemente. Ya me había derribado en Babilonia, en Bagdad, en Petra. En la ruta calcinada que atesora en sus arenas toda la historia, su almíbar de leyendas, biblias y gilgamesh, sherezades de hilares milenarios.
Sherezada
solo canta a la herida que le crece en el pecho
y se entretiene así, degustando sus juegos.
 
Camino de Damasco, de Jherasa, de Palmira, el caballo me permitió montarlo y acrecer mi estatura. Para mejor absorber, de igual a igual, un nuevo mundo, tan viejo al mismo tiempo, de donde mana el sueño del viaje. De todos los viajes.
 
Mas “sal ya de los libros”:
le dijo ella a su amiga,
y comenzó a elogiar
            la pluma, la tinta y la escritura.
 
Y salí. Salí de lo que más amaba, de lo que me anclaba. Para incorporarlo al movimiento. Para ser desde él la mujer otra.
Porque cuando cierras ese libro que te ha devuelto a la luz, la vida vuelve a enseñorearse, a desbordar compuertas.
En la cadencia de un decir. Desde la lengua en llamas de un poeta.
 
 

 

viernes, 20 de septiembre de 2013

Un paseo con José Luis Morante


NINGUNA PARTE Y TODAS

I.                   Patologías

Caminar masticando derrotas. Sin mirar atrás. Sin apreciar si algún sabio recoge los despojos de estos despojos vuestros.
Ya no es tiempo de esplendor en la hierba. En la cuneta restos de mil batallas, del paso de tantos caminantes. Maleza de los años. Enfermedad y dolor como meta.

Atraviesas las pérdidas. Sin brújula, sin faro. Atraviesas tu propia finitud.
La noche ha dejado de ser la confidente de silencio estrellado, la carcasa íntima que vela y encubre. El vientre.

Es la garra de la vigilia.
La salmuera de la vigilia. Su sábana empapada.

Nadie vuelve a ciudades que no existen, afirmas. Agua humana que fluye sin regreso posible.
Salvo el poeta, añado. Que las convierte en mundos habitables.

¿Quién no se ha alojado alguna vez en ellas, las construidas por palabras de todos?
Unos erigen fantasías donde acostarse tras el largo camino, siempre largo para llegar a dónde.

Otros, la casa del dolor. Decoran con caricias desgarradas, con traición y adioses el recinto alzado como otros se destruyen: a orgullo, a fuego, a olvido.
Caminar por ellas con los trebejos del oficio. Argamasa, ladrillo, carne doliente, arena sobre la cal, sangre en los dedos con que marcar las puertas: no, pasa de largo, ángel exterminador de cualquier esperanza. Vete.

II.                Deshielo

Y un día el paisaje se ensancha, se amazona. Los ojos consabidos desconocen. La mirada destella con luz nueva.
Es lo mismo pero escrito con otra tinta.

La búsqueda se aplaca. Se adormece la fiera.

          III.             Piedra caliza

Conjurar los miedos zambulléndonos en ellos. Correr hacia el precipicio, esbozar el salto. Juego de la lápida y la memoria cincelada.
Mueca de las mandíbulas desnudas.

Miedo mortal a ese silencio sin nosotros en el que se quedarán los pájaros, sí. Pero ¿para quién su canto?
 
         IV.              Y todo lo demás

No existen las palabras con que cerrar un libro. Como no existe losa que sepulte una vida que se apuró hasta el fondo.
El espíritu viaja.

y lleva las palabras en su vuelo.

 Se escribe con dolor. Sobre el dolor se escribe. Quien canta lo que pierde derrota a la derrota. Quien ensalza la vida está desperdiciando sus laureles.



 

sábado, 14 de septiembre de 2013

Isla Hallazgo


Es difícil no habitar en Isla Decepción, esa casa mental.
Sus playas están pobladas de náufragos con las cartas de marear trastocadas por la literatura, abarquilladas por efecto de la humedad y la melancolía. Fantasmales de noches y calles y pianos y derivas y lecturas.
Se  llega a ellas a cualquier hora, aferrados al leño o acaso en un tren de madera que nació, sin saberlo, para el confín del agua.
Es difícil no hacer de Isla Decepción patria invisible. Suma de patrias para quien no conoce más banderas que las que flamean en las páginas que ama.
Que permiten, a su vez,  amar lugares y personas desconocidos. Conjurar desde ellos los embates del desconcierto y de la soledad.
Saltar en el vacío. Congelar el abismo, beberse su frappé.
Pues leer es mirar de otra manera.
Una mirada abre el pensamiento.
El pensamiento es la llave de un mundo por vivir.
No siempre acertamos con la llave. No siempre el libro que cae en nuestras manos lleva su carga de palabras y arena con que labrar la casa.
Castillos en el aire las palabras. Tantos libros. Y tan pocos los que atrapan esa gota de alma en su caída.
Pero la ruta no se detiene al alcanzar la orilla. Hay que alejarse de la canción del agua, de cuya voz sirena solo se obtienen inmovilidad, resignación. El afán de quedarse.
Hay que huir. Adentrase, desbrozar las preguntas.
Quebrar su cristal.
Entonces, el lector baja al ruedo, compromete su carne. Teme y al tiempo goza, como temió y gozó aquel que tomó la decisión de desnudar su mundo a los ojos de todos. Su isla de decepción y acasos.
El lector debe amar. Y ser herido en el gesto de amar. Compartiendo sus Ítacas, sus naufragios también. El profundo misterio de la vida.
Bajo una misma mirada, la de quien da y la de quienes comulgamos lo ofrecido.
En esa aura aún, cerrar el libro. Isla Decepción contradice su nombre: no defrauda.
Desde ella agradecer a Rafael Fombellida la generosidad con que nos ha dejado ser, por unos días, peregrinos de su mismo santuario.