jueves, 3 de diciembre de 2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Más allá del árbol

Hubo un nacer del mundo,

una manzana que brindó una serpiente

y una mano teñida de la saliva dulce del engaño.

Hubo también un árbol que el jardín escondía entre su fronda,

temblor del Bien y el Mal en las raíces

cuando el lenguaje no tenía aún secretos ni ponzoña las lenguas.

Hubo un tiempo sencillo de astros de porvenir errante,

que cesaron un punto en su deriva y se hicieron refugio:

musgo y piedras, polvareda fugaz donde nacer los hombres

antes de ser para la muerte, de edificar un sueño

que les brote en los ojos como un dios hecho río.

Allí no duerme nadie mientras apura el tiempo su clepsidra:

ni las gacelas con los ojos de barro,

ni el cielo de la tarde atravesado de pájaros en llamas,

ni las piedras lamidas por el agua ni el frenesí de insectos,

ni la Eva madre sobre todas las madres,

la del deseo y la fruta letal del conocer entre los dientes.

Ni la Eva con astillas en los párpados, compañera arrojada de cualquier paraíso

bajo un filo flamígero como una maldición.

Ni la Eva futura de tobillos de mimbre que se mece en la brisa,

mujer desnuda y aún no sacrificada en la cruz de su sexo.

La de las alas cercenadas a ras de vientre, vientre suyo del mundo

que nada sabe del ángel ni del áspid

-tan cerca de la vida crece la muerte-

y nada del exilio que llevará su semilla maldita a todos los confines.

¿Dónde su grito, dónde el dolor de un nacimiento como una amputación?

¿En nombre de qué Otro fue convertida en eje de la culpa

y lleva la inocencia borrada de la frente,

y lleva la moneda de su ausencia en la boca

y el pecho vuelto cáliz,

ramo de flores ebrias y de hijos como brotes de olvido?

Aprieto mi cintura y siento cómo me está naciendo una Eva que tiembla

bajo el arco de las costillas, temblor de árbol intacto.

Y acepto la manzana que me tiende

y acepto ser mujer para morder su estigma.

Sé que el conocimiento es la marca del proscrito, del que quiso la llave.

Que la huella es la herida de la tierra cuando se hace camino,

y se entrega mientras la roza el dedo de un porvenir de sombras,

la que mana en la lluvia y se desdice,

Eva primera y un mundo por hacer.

Acaso sea la vida la que dura un segundo entre el parto y la muerte,

del gemido al gemido.

Y una mujer así la que volvió propósito

su estirpe eterna de hembras insumisas.