Noche iluminada del
cuerpo. Augusto Rodríguez, Amargord Editores 2017.
El poeta es un cultivador de grietas.
Fracturar la realidad aparente o esperar a que se agriete
para captar
lo que está más allá del simulacro.
Roberto
Juarroz
Hay viajes por escenarios insólitos, abiertos como ventanas,
de los que regresar cargados de imágenes, pequeños tesoros de aromas, sabores,
ecos de voces extrañas y tan próximas, calidez y caricia desde todos los
perfiles de la sensualidad. Y también hay viajes sin salir de las fronteras con
las que nos marcaron y nos identifican: un nombre, un hogar, una patria.
Vueltas al mundo íntimo o por ochenta mundos pero en un
solo, en un mudable cuerpo.
Este es el viaje que aborda Augusto Rodríguez (Guayaquil, 1979)
en su nuevo poemario, Noche
iluminada del cuerpo, donde se entremezclan desde el mismo título las
sombraluces de la existencia: la insoportable fugacidad del cuerpo, asaeteado
por el dolor y las pérdidas (recordemos su estremecedor recopilatorio El libro blanco –Chamán Ediciones 2016),
en contraposición al sobrehumano afán de vuelo y trascendencia.). De semejante
contraste nace este libro-cuchillo que hurga bajo la piel, libro-incisiva noche que vierte su plomo en la
herida de la luz.
¿Qué es un cuerpo?
¿Qué es un
náufrago?
¿Qué es un ojo?
¿Qué es la muerte?
Cruel, sucio, maloliente, apaleado, hundido, esperanzado
libro.
…sexo, sexo, sexo…
Dolor que abruma, miedo que anula.
Cuerpos vivos, cuerpos ya muertos, cuerpos expuestos y en sutura,
cuerpos gangrena, cuerpos con-contra otros cuerpos. Corporeidad: encarnación
del grito (¿dónde la voz?), encarnación del alma (¿qué queda del cuchillo del
instinto en las pieles?), encarnación de la soledad (¿quién acompaña el último
suspiro?), del tiempo (¿y quién destruye qué?). Encarnaciones y descarnaduras
por cuartos de hotel, hospitales, ataúdes, cementerios, escenarios contra los que
se quiebran los icebergs del tiempo.
Cuerpos/manos, ojos, tobillos.
Cuerpos/úteros, lengua, uñas.
Penetrantes y penetrados cuerpos. Su historia aparece en
esta noche iluminada como la enumeración de lo que son y de lo que ya no son,
de aquello que tienen, han perdido, añoran, destruyen, recomponen, se niegan.
Porque la carnalidad es una presencia y muchas ausencias. Porque su arcilla
choca con las cosas, se moldea y define a partir de lo que la rodea. Y las
sombras de su noche se disipan o crecen si hay lechos donde dormir o morir,
si hay puentes y flores, dioses a los que adorar y vacíos que colmar y con los
que colmarse. Como la vida misma, retratada en poemas que se construyen y
avanzan mediante preguntas con que golpear la conciencia, con que desgarrar las
costras superpuestas de la incertidumbre:
VI
¿Qué es un cuerpo que
no respira?
¿es un cuerpo más
feliz? ¿dónde está la alegría?
¿quién la escondió?
¿alguien se la robó?
los cuerpos yacen
en camas, en frigoríficos
en camales, en
cementerios
¿qué es cuerpo
desmembrado?
¿ya no es un
cuerpo?
una mano lejos de
su cuerpo, quiere tocarme
¿qué quiere tocar?
¿mi mano?
¿mi
pie?
¿mi
esperanza?
Augusto Rodríguez ha construido este poemario desde las
preguntas. Porque eso es un poeta, el que no sabe. También el que no sirve en
un mundo de utilidades y anatematización de lo inútil. Y lo inútil es todo
aquello sin precio ni límites, lo que no cabe en el diseño de un mercado
implacable. Lo que era hasta hace bien poco la poesía.
Las preguntas penetran, perforan, hieren, excavan.
Tierrasangre, barromuerte, realidad alanceada como un toro impasible o ciego de
bravura. Solo las palabras parecen ofrecer un respiro a tanta asfixia.
Beberé de tus
palabras
la luz de nuestro
origen
la herida que en
tus manos
nunca cicatrizará.
De las preguntas se desprende
cada hallazgo poético como esquirlas luminosas o grumos de sombra, estallidos
que en el cosmos de la poesía son bengalas contra el miedo.
Saber adónde se va pero no cómo,
pero no cuánto, pero raras veces con quién.
Diálogo de contrarios, es cierto.
Pero desde la autenticidad y el desafío con que provocar al lector y entregarle
la aguja de marear el caos.
Un barco a la deriva. Un camino
en la altura. Un viento que no llega, esas son las preguntas.
Las respuestas encienden, guían
como como brújulas de voz, eternizan. Son vacío y quebradura frente a plenitud
y reconstrucción.
Desde la contradicción de la
vida/muerte todo se reasigna. Lo hermoso es efímero, la destrucción aniquila la
belleza, las pieles son temblor y son coraza. Y el cuerpo vuelve a interrogarse
y tiene miedo.
Dónde está mi voz
-dijo un cuerpo-
dónde está mi
lenguaje
mis palabras, mi
lengua
y repitió solo
una y otra vez
tengo miedo.
Su miedo es el de todos los que
alguna vez han sentido la respiración de la muerte en la espalda, los que se
han recreado en la propia vulnerabilidad.
Por ella avanza el libro en su
itinerario desnortado, de “Cuerpo abierto” a “Cuerpo reservado”, a“Cuerpo
público” hasta llegar finalmente a “Cuerpo cerrado”.
Avanzamos por un territorio
cruzado por las balas, la trata, la violencia, la devastación, al que
difícilmente llegan las palabras ni existe memoria de la belleza. Solo soñar
alumbra.
Y el cuerpo, ¿como sinécdoque de
qué? ¿Cuerpo ensimismado en su latido? ¿Vertido en el idioma que lo pronuncia?
¿Cuerpos fluyentes sin ánima o cuerpos amaestrados por un aliento caprichoso
que terminará abandonándolos?
Al fin, la negación, el reino de
los nuncas que solo se contrarresta con presente.
II
Cuando alguien
muere
-así sea un
familiar o un desconocido-
mis ojos no lloran
me quedo en silencio
mirando el milagro
de la muerte
hasta ver como el
alma sale del cuerpo
-yo no digo nada-
para no asustar a
los que lloran
lo que no saben es
que su alma
ya viajó a otro
lugar
siempre he creído
que la vida es
destrucción
y un muerto es un
hombre derrotado.
La derrota planea sobre todas
las páginas de Noche iluminada del cuerpo;
quizás sea esa su aueténtica noche mientras añora ser puro instante de luz.
Pero, entretanto, esa fragilidad, esa
quebradura de la gloria de los cuerpos, tan inseparablemente vinculados a la
alegría, esa apoteosis, el esplendor en la hierba, el ánima dando aliento a los
pedazos.
Los cuerpos son presente (la infancia / es un país enterrado/ en el
fondo de nuestra memoria…) que respira o que ofrece poco más que una
lápida. Los muertos son presente con sus voces, ausentes que nos guardan un
lugar en el cierto futuro. Y ya no serán ni pertenecerán. Habrán perdido pero,
en su lugar, la trascendencia y un eterno Quevedo mas polvo enamorado invocando a un “tú” desde la misma consunción.
Cuando muera mi
cuerpo
no le pertenecerá a
la muerte o a mi Dios
el cuerpo que se
pudre
ya no me pertenece,
no soy yo
yo salí a la
velocidad de la luz
como un astronauta
a un viaje espacial
el cuerpo del ataúd
es un impostor
un doble mío y será
enterrado
varios metros bajo
tierra
yo estaré mirando
el mundo
desde el espacio
pero siempre estaré
pensando en ti.
Pero, al final, ese presente
terrible es el único alivio frente a la derrota que supone el futuro. Su viaje
es el último viaje, sus promesas la trampa que ciega la mirada, pues nunca:
Nunca tendremos los
órganos tan sanos
nunca tendremos
tantos cuerpos en la cama
nunca tendremos la
esperanza ni los sueños
nunca tendremos la
belleza
nunca escribiremos
nunca tendremos la
edad ni los ojos iluminados
nunca tendremos los
hijos
nunca tendremos el
sol y la luna en cada mano
nunca tendremos
esta piel
nunca tendremos los
libros
nunca tendremos la
salud y la fe
nunca seremos más
hermosos que ahora.
Si Juarroz cultiva y se sumerge
en las grietas, Augusto Rodríguez se mueve en ese margen en el que el dolor
está a punto de trascenderse, de abandonar lazos físicos para enfrentarse a la
última elección: regresar a la tierra y en su humus germinar, de nuevo hombre,
o alzarse a ser espacio, luz que guía en la noche de allá abajo, partícula de
la materia indestructible de aquello que llamamos universo.
Abismo y grieta también. Pero al
tiempo la salvación a través del sacrificio porque, volviendo a Juarroz, El último paso, / la perfección del diálogo,
/ consiste en convertirse uno mismo en ausencia.