Es difícil no habitar en Isla Decepción, esa casa
mental.
Sus playas están pobladas de náufragos con las cartas de
marear trastocadas por la literatura, abarquilladas por efecto de la humedad y
la melancolía. Fantasmales de noches y calles y pianos y derivas y lecturas.
Se llega a ellas a cualquier hora, aferrados al leño o acaso en un tren de madera que nació, sin saberlo, para el confín del agua.
Se llega a ellas a cualquier hora, aferrados al leño o acaso en un tren de madera que nació, sin saberlo, para el confín del agua.
Es difícil no hacer de Isla Decepción patria invisible. Suma de patrias para quien no conoce más banderas que las que flamean en las páginas que ama.
Que permiten, a su vez, amar lugares y personas desconocidos. Conjurar desde ellos los embates del desconcierto y de la soledad.
Saltar en el vacío. Congelar el abismo, beberse su frappé.
Saltar en el vacío. Congelar el abismo, beberse su frappé.
Pues leer es mirar de otra manera.
Una mirada abre el pensamiento.
El pensamiento es la llave de un mundo por vivir.
No siempre acertamos con la llave. No siempre el
libro que cae en nuestras manos lleva su carga de palabras y arena con que
labrar la casa.
Castillos en el aire las palabras. Tantos libros. Y
tan pocos los que atrapan esa gota de alma en su caída.
Pero la ruta no se detiene al alcanzar la orilla.
Hay que alejarse de la canción del agua, de cuya voz sirena solo se obtienen
inmovilidad, resignación. El afán de quedarse.
Hay que huir. Adentrase, desbrozar las preguntas.
Quebrar su cristal.
Entonces, el lector baja al ruedo, compromete su
carne. Teme y al tiempo goza, como temió y gozó aquel que tomó la decisión de
desnudar su mundo a los ojos de todos. Su isla de decepción y acasos.
El lector debe amar. Y ser herido en el gesto de
amar. Compartiendo sus Ítacas, sus naufragios también. El profundo misterio de
la vida.
Bajo una misma mirada, la de quien da y la de quienes
comulgamos lo ofrecido.
En esa aura aún, cerrar el libro. Isla Decepción contradice su nombre: no defrauda.
Desde ella agradecer a Rafael Fombellida la generosidad con que nos ha dejado ser, por unos días, peregrinos de su mismo santuario.
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