martes, 26 de julio de 2016

Reloj de melancólicos





















RELOJ DE MELANCÓLICOS
José Luna  Borge. 
Los papeles del sitio, Sevilla   2016.

 En toda vida humana hay un reloj, un discurrir de tiempo que acompasa el latido de los días al de las emociones; que apresura su flujo o lo detiene; que brinca con piernas jóvenes o arrastra el paso a través del montebajo de los años en fuga.
 En toda vida humana hay un después y un antes, un “a partir de ahora” con su propósito de enmienda. Un "nunca más" tras el que protegerse de los errores cometidos.
 Pero solo algunos pasos precisan de esa muleta de melancolía que transfigura a quienes se apoyan en ella, que les imprime una música, una huella distintas. Que traduce instantáneamente el jeroglífico de lo cotidiano a uno de tinta pálida, de tonos desvaídos, de paladar maduro y añoranza intensísima.
 Quiero decir melancolía y no tristeza porque la una construye lo que la otra devasta. Son los melancólicos, cuyo reloj marca horas que perdió el calendario, los que llenan las páginas, partituras y lienzos con que el arte cincela a sus criaturas. La tristeza es estéril. La melancolía puebla la mirada y las manos de semillas.
 Memoria, infancia, lo transcurrido, las historias sencillas, las irrecuperables, lo arrebatado... una visión barroca que predica desgarro y resignación al mismo tiempo, que contrapone un estoicismo contenido a la confianza en los pequeños milagros que embellecen el instante. 
 Y siempre la promesa de lo que está por llegar, lo que esconden los días en su sucederse inexpugnable.

 José Luna Borge (Sahagún de Campos, León, 1952) lleva años reflexionando en prosa y en verso sobre los trampantojos con que nos la juega el pasado, siempre reacio a dejarse enmohecer por el olvido. Desde sus diarios y crónicas de sesgo autobiográfico, tramados en un lenguaje excelente y castizo, se ha convertido en intérprete de la aventura interior, cuyo punto de partida se arraiga en una memoria (esa "abeja muerta que pica" de Juan Marsé) que fija campos, personas, afectos y estampas como antídoto contra lo cambiante. Que analiza y construye sus ficciones verídicas contra el avance de la desmemoria que de todo se adueña.
Giras sobre tus pasos contemplando
otras riberas, sotos arbolados
de suave sombra y sosegado estar,
campos propicios de ternura cierta
sobre los que construir tu nueva casa.

 La nueva casa se apoya en la firmeza de la que la edad ya ha abatido. Aúna así un quevediano presente sucesivo, la telaraña desdibujada y siempre amable del recuerdo con el retoñar de los paisajes que la mirada nueva aún no ha terminado de moldear.

Recuerdo el farolillo de los trenes
que llegaban al pueblo,
que se encendía en el vagón de cola
al hacerse de noche.
                                   Su latente
fulgor se abría entre la oscura niebla
como la campanilla del viático
cuando cruzaba el pueblo en la alta noche
para llevar consuelo a un moribundo.

Aquella breve llama se hace paso
en el oscuro mundo del recuerdo
y acoge aquellos días con su amparo.

 Así es Reloj de melancólicos, cuyos primeros versos ya avisan al lector desde el principio de que se adentra en un tiempo fuera de los cauces cronológicos (tan solo la huella/ del tiempo arañado). Que desgranará recuerdos y evocará sensaciones inmunes al carbono 14, al adeene escudriñador de razones vividas.
 Se abre, pues, como una evocación, como el viaje en un tren de los de antaño, lento y nocturno, cuyo final de trayecto apenas puede vislumbrarse entre la niebla. ¿O es la niebla el verdadero destino? (…tanto blancor manchado solamente/ por el paso del hombre haca su niebla.).¿O es la niebla el durante, la imprecisa realidad de este presente? (…perdiéndote en la niebla de los días/ que fueron humo y dieron en engaño...)
 La mayor parte de este reloj de nieblas transcurre entrevelado: días de humo, brumas, baño nebuloso, estaciones sonámbulas, gracia desvaída, desvalida, desleída por “secretos lugares”, memoria, misterio, pérdida.
  A pesar de que el avance por el itinerario de la vida debiera proporcionar sabiduría y un cierto distanciamiento, lo que se advierte es contingencia y permanente improvisación. Como si de las experiencias fallidas manaran dos dolores distintos: el inmediato, perceptible, y el de saber que se volverán a cometer de una u otra manera. Porque la enseñanza que se desprende de la lectura es que solo equivocándose sigue uno el sendero de los sueños. Dejar de intentarlo es una de las maneras de estar muerto. Insistir, el estímulo, propósito y conquista de todo viaje.
 Pero cualquier aventura, aunque sea figurada, busca compañía y avituallamiento acorde a su necesidad. Manos que estrechen, vínculos que se engarcen como enredaderas de afecto. Aunque sea a cambio de futuras pérdidas y olvidos. Ese es, en mi opinión, el motivo principal de este libro, su fuente genesíaca.

Pero el olvido
no es fácil de aprender;
nadie enseña a perder
cuanto ha querido.

 Pues si se pierde biografía y la infancia se evapora, si del entusiasmo se desbrava su ribete de espuma, es la pérdida del amor uno de los mayores sacrificios que exige el implacable dios del tiempo.

Ningún amor regresa,
nadie sabe
dónde está el almacén para buscarlo,
su oscuro umbral de niebla se nos vela.

Orbitando alrededor de este punto, todo el libro es unidad, todo recapitulación de una vida como muestra de cualquier otra vida posible . De este modo, llegamos al final como quien regresa al punto de partida, pero con la cosecha del viaje grabada en la retina: huyamos del canto traicionero que nos invita a ser estatuas de sal, a quedarnos petrificados en un recodo amable o amargo del pasado. Huyamos de la tentación de mirar hacia atrás hasta doblar el cuello. El futuro se escribe con los ojos fijos en el horizonte, abriendo los mañanas, olvidando con resolución el ayer consumido.
No vuelve lo perdido, aunque nada se borra si se es capaz de retenerlo. Esa es la labor de la literatura y sus sirvientes, su mayor empresa. Su seguro -y tan humano- fracaso.

miércoles, 27 de abril de 2016

Todo fuera



Estar sentado viendo caer la lluvia. Como hace tantos años, espuma de los años, sugerencia de lluvias ya perdidas.
Estar sentado contemplando una vida que fluye detrás de los cristales, que arrastra el desperdicio de lo nunca cumplido, que bulle en veladuras. 
Que es tuya y no lo es.
Llegas al espectáculo cuando todo termina.
Te quedas en el margen. Limitas
con tu invisibilidad.
Los ojos advierten, pero nadie domina su oleaje.
¿Quién, entonces, vigila al que vigila?
¿Quién calibra el espejo
y encara al que interroga frente a su propio abismo?

martes, 12 de abril de 2016

Para hablar con los muertos



               






   Braganza
 Ediciones Eolas 2015

  Ya otros libros de cuentos de César Gavela (Ponferrada 1953), como El camino y otros pasos o el premiado Cuentos de amor y del norte, junto con el lirismo y belleza de su prosa, cuya aparente levedad no le impide ahondar en los aspectos más dramáticos de la existencia humana pero como quien juega, como quien restaña así el dolor de su propia herida, nos ofrecían esa característica singular del autor: su capacidad de adentrarse en un territorio donde rara vez se perfilan los límites entre lo real y lo imaginario, la vida y la muerte, entre el hálito perceptible y aquel que cobra forma desde la memoria o la obsesión de los todavía vivos.
  Braganza no es una excepción. Sus páginas vuelven a ser inventario de personajes que deambulan por un pálido país de fantasmas y propósitos inconclusos, donde los no muertos reinan y al tiempo que purgan deudas pendientes, condenas irredentas.
  Aunque no son de temer estos aparecidos melancólicos. Su mundo transcurre paralelo al que se vieron obligados a dejar, y zanganean cerca de quienes los conocieron en cuerpo mortal o sobre la sombra que ellos mismos habitaron y nutrieron de sangre roja de sentimiento, de carne y palpitar estremecidos; como si nadie les hubiera advertido del trance de su muerte, ese instante pequeño que no aciertan a comprender.
 Son hijos bienqueridos, amores que acaso sí pero al fin no, voces que vuelven o que nunca se fueron, arraigadas en un rincón de la conciencia y “del río seco donde nace el tiempo”. Víctimas del odio, la guerra y la sinrazón, figuras erráticas, locos tristes. O tristes sin locura, que es una forma mayor de la tristeza. Y también arrasados por el olvido, irresolutos, sombras vapuleadas  por el viento de la vida, sus náufragos eternos.
  O individuos anónimos hartos de una rutina que los aplana y sella. Y así la muerte, ajena o propia,  termina siendo el único gesto extraordinario de su existencia. Y así la imaginación transeúnte hace de cada uno personaje inmortal, masa fértil de cuentos.
  Aunque la redención por el amor, el humor y desde luego por la palabra, interviene en ocasiones para atenuar el  desconsuelo:
  “Quería eso.
  Vivir un amor de pasión, de entrega, de mutua indagación, de descubrir el mundo y el placer: sus fronteras más lejanas. Y unirse ahí, hacerse nuevos los dos amantes en ese ámbito de agua y luz. Que la vida fuera otra, la que era.”
 Solo entonces las fronteras caen y cualquiera puede alcanzar los lugares, los sueños que brotaban de los mapas entre los dedos de un niño, bajo los ojos con que, muchos años después, el niño toca la realidad y la recrea.
 Decía Cioran que hay que moverse sin tregua “para engañar a la melancolía, para evitar que esta se despierte, si es que alguna vez se adormece, en el momento en que, ojalá no, nos detengamos.”
  Y eso parece este libro. Un intento, no por delicado menos titánico, de sujetar las riendas de la melancolía y evadirse de su palabreo confundidor, de engañar con el vaivén de unas historias infinitas a ese venenoso impulso que arrastra a la inactividad, a la resignación que precede al silencio, “vida que no lo era”.
  “Fue entonces cuando su padre apareció al fondo del mundo, de la mañana y de ella misma. Con su avión caza del ejército nacional. Azucena llegó a distinguir su rostro dentro de la cabina. Su padre se había acercado tanto para que ella viese su gesto de ternura y de fiereza, todo junto. De vida que no lo era pero que hacía aquello. Volar.”
  Pero estos cuentos de Braganza son, sobre todo, memoria real transfigurada. Las historias y paisajes que se almacenan muy hondo, allí donde es necesario sumergirse cuando el presente tizna de insatisfacción el suceder cotidiano y todo resulta insuficiente, para sugerir desde el no saber del todo, pues, como apunta Rafael Chirbes en alguna de sus Hojas sueltas: “lo realmente desconocido no atrae, lo que atrae es lo intuido”. Y de intuiciones hablamos.
  Son la madre y las preguntas sin respuesta. Son Ponferrada y su Minero Siderúrgica de los antaños, y los viajantes por territorios míticos que se corresponden y no con el Bierzo, Galicia y sus finisterres, Asturias y León. Y es la estela de un Portugal escindido por la historia, pero enlazado aún por sentires y diócesis y rezos. Nada nuevo, pues los autores suelen ser escogidos por un paisaje íntimo y en cierto modo utópico que vuelve una y otra vez a erigirse en protagonista y timonel implacable de las evocaciones de la mente que crea.
  Y son, ya lo decía al principio, derivas de la vida frente a la muerte. Sin dramatismo, aceptada, porque “el hombre debe morir cuando él quiere. En la plenitud de su soberanía. Solo así somos los pequeños dioses que debemos ser.”
  Pues solo así se explican tantas cosas, tanto “fuego helado”. Un narrador de palabra exquisita transfigurándose en almas y vivos, en tejados y pájaros, en ayeres y olvido.
  En el aire, la patria de los muertos que dirigen el día.

   Pilar Blanco

martes, 22 de marzo de 2016

EL VUELO Y LA MIRADA, Luis Llorente. Isla de Siltolá 2015

EL VUELO Y LA MIRADA, memorial de la luz
 
Cuando esté con las raíces llámame tú con tu voz. Tú eres sólo latir cobijado en lo oscuro. Al pájaro que fuiste dedicas este canto. Pero dónde está, dónde ese nido secreto de alas amanecidas de golondrinas? Tristeza. Duele el candor, la ciencia, el hierro, la cintura, los límites y esos brazos abiertos, horizonte como corona contra las sienes. Y, con todo, en este trance, en el vuelo quedé falto, mas el amor fue tan alto que le di a la caza alcance.”
 Entrar en la poesía de Luis Llorente (Segovia, 1984) es saltar las tapias encaladas de un jardín que, paradójicamente, de tan abierto a la brisa y a la luz ha perdido los límites y sujeción temporal, se desborda de cauces y perímetro.
 En él cantan las tardes y las noches bajo una lluvia perfumada de pájaros en verano y desnudadora de ramas en el otoño de los árboles; en él se versifica la armonía y la mente pulsa la huella grisalba de las nubes y la que dejan los pasos sobre el suelo empapado. Contemplación de la altura sin perder nunca de vista lo terrenal y próximo, enredándole  sueños y sentidos.
 Contemplación, he dicho. La contemplación es una de las claves. El poeta es mirada tanto como labios que dicen y saborean con pasión y con gula los frutos rojos de la vida gozosa, que a plena conciencia de la certeza de la muerte, es capaz de saltarla con pirueta cretense, hendiendo vuelo y sombras; recreándose en ello.
 Pues es difícil dejar la piel al margen. En estos poemas todo el pensamiento se puede paladear o aspirar, embeberse en su música, puede uno dejarse acariciar lánguida, levemente. Y el verbo, su milagro, se detiene en el ápice de la lengua antes de hacerse aire. Tiembla allí, muerde ácidamente los sentimientos y pierde mismidad. Se ofrece a todos.
 Mirad sino: “la pulpa de la luz”, “el mosto de la lengua”, “las sílabas del beso”, la música del páramo”... llenos de sugerencias. Esto es lo que articula esta primera parte de este libro, bajo el nombre “Del temblor y la escala”. Los gestos, los sonidos, la luz tornasolada,  la locura del pájaro en su tejer y destejer las estaciones, los fluidos de la existencia, amor, desconsuelo, alegría purísima, esperanza o derrota, y luz, siempre la luz, la eterna algarabía de la luz a cuya lumbre se crece lo pequeño y esplende la belleza.
Ah belleza de pasar
y fluir despacio
como secreta llama hacia la noche,
estos lugares habito
y son guarida ante la muerte,
dan cobijo a las pieles
que por el vasto día se desbordan. 
 
 Sin embargo, todo paraíso oculta un rincón de nieblas adonde el sol no llega. Todo día se hunde en la derrota de la noche, en el pulso abisal del frío.Toda biografía se interrumpe en derivas capaces de traicionar los sueños de la infancia. Y el poeta, príncipe de un reino ya casi olvidado, reclina a veces su cabeza sobre la mano para evocar las etapas del camino líquido de la vida, su pasar manriqueño hacia la región del morir, de la que solo el nuevo vuelo es capaz de rescatarnos con su vaivén de espacios y de hondura, don y palabra íntima para el “extraño pasajero de los días”.
Y todo deja
en su indomable tiempo
el vuelo y la mirada,
la esperanza del día
trazando el cauce hacia las frondas. 
 
 ¿Y hacia dónde ese vuelo y ese cauce? La adscripción confesa del autor a sus poetas amados (como fervoroso lector tiene muchos, cuyo magisterio ensalza y reconoce con humildad: Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Luis Javier Moreno, Valente, san Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Claudio Rodríguez…) nos ofrece varias pistas, rutas celestes por donde el ebrio pájaro de la experiencia orienta su búsqueda de belleza, su himno y celebración desprovistos aún del eco amargo con que los mencionados, en tantas ocasiones, han tenido que apurar los posos de la existencia “que corren por plumajes/ y erosiones.”
Plumaje es vuelo, volar hacia la noche. Y, en la noche, la ciudad inventada. Meses que se pasan como cuentas de un collar, aromas de eterno junio, de veranos calientes donde instalarse en despreocupada eternidad.
Volar hacia la infancia y sus pronombres, hacia la luz del niño que traspasa “el portón de la memoria” en busca de aquellos juegos que antaño lo colmaron y apura el zumo del recuerdo con cuyo estallido se generan sabores y evocaciones nuevos.
Volar finalmente hacia lo consabido sin perder conciencia del misterio que entraña. Y desde él la alegría como “alimento del día y su regreso.” 
  Es la trascendencia de lo cotidiano, que nunca es mencionado con el nombre común, que nunca se esconde bajo el traje de diario, sino que se ornamenta para el canto sin dejar de ser verdad, de ser sencillez embellecida y honda.
Al igual que todo hombre es uno y su doble, así el poeta transforma en energía poética los recodos más simples de su hacer, esa “pequeña piel del mundo” que se le ofrece a través del don, ese dedo sagrado que eleva el cuerpo a espíritu y el gesto a verbo más allá del peso de sus sílabas. 
La segunda parte del libro, Las apariencias de la luz, continúa circundando la palabra en un permanente “vuelo de la celebración” pues, a pesar de los versos de Antonio Gamoneda que le sirven de pórtico: “Acepta tu extravío, entrégate a la luz: /la luz es el comienzo de la causa invisible”, la sombra protectora de Claudio Rodríguez nunca abandona del todo la espalda de Luis Llorente quien, como innegable poeta numinoso, es atravesado por las voces, ejecuta el asombro, recibe su enseñanza y sus siete puñales mientras construye, para elevarse sobre toda derrota, un jardín de memoria y de belleza que duerme al otro lado de la luz, esa luz que nos separa y nos conoce.
En esta ruta de fulgor y de sombra la voz lírica va recogiendo  guijarros blancos con los que señalar itinerarios futuros. Y deja bien claro cuáles son sus apoyaturas, su testimonio de lo que le ha tocado contemplar o vivir a ojos abiertos, a emoción fascinada: 
Intentas, por el camino
de memoria y de mudanza,
el drenaje de los tiempos, pequeña
comunión con lo invisible, semilla
y despedida, huellas absolutas
como quien ama el día
y encuentra limpia su existencia,
purificado el gesto
de morir y levantarse,
de pasar a sueño
como pasa el alma en transparencia abierta. 
Una de las posibles encarnaciones del Poeta es la de ser solar, aquel capaz de iluminar los claroscuros de la realidad y extraer de cada edad la dosis imprescindible de claridad -que no viene del cielo en este caso, sino de su esencia misma- y de pureza. 
Purificar, precisa Luis Llorente. Transparencia como destino, insiste. La blancura que derrota a las sombras. No son solo palabras, es fe de vida. Como el gozo, como el equilibrio sobre el perfil del aire. Apurando el verano con la profecía de su brevedad bajo la espada damocliana de la conciencia, hecho ante el que no hay rebeldía ni sumisión, dolor o aceptación callada; solo fluir de tiempo, solo manar de agua, solo sucederse de la luz: 
Y dejas caer la piel
en el río invisible
que de ti se separa como una letanía. 
El tiempo es, por lo tanto,  uno de los hilos de esta urdimbre, espacio en el que planear, espejo para la curiosidad de la mirada. De ahí procede el nombre de la tercera parte del libro, “Tejer el tiempo”, en la que la labor hilandera equivale a la escritura por cuanto se revela la vida como página en blanco que refleja los trazos –torpes o magistrales, urgidos o demorados- con que se vive, se aprende a ser, se retrata uno aquí, en este tiempo.
En una poética de lo trascendente, también el tiempo alcanza el valor de aquello que propicia, el término de la ruta, el premio del afán. Curiosamente, quien parte de la luz busca la luz; quien traduce su existencia en sucesivos fulgores ve al final de la andadura el destello definitivo, mariposa de llama trémula que ansía arder para siempre en el eterno incendio de la muerte.
Tras el esplendor del verano todo se apaga, todo se muere un poco, cae, se borra. Esa quizás sea la razón de la fragancia agostada de los poemas de esta última parte, donde abruman cementerios y náufragos, testamentos y sombras solitarias ahogadas en su sed.
Y la noche.
La noche como un río y un desbordamiento.
La noche como un milagro y un terror febril.
La noche a la deriva y las palabras en las que nadie es náufrago. En las que todos lo somos, porque llega de su mano el otoño que cierra cielo y luz, que cierra un libro de luz y vuelo donde las promesas son logros, la materia informe tapiz de hallazgos y espléndida poesía.
 Y como tinta del poema
la sangre va por los costados,
en el río espera
la visible batalla del silencio,
la lenta opacidad donde ya encuentras
el desnudo tejido en la mirada.
 
 Pilar Blanco.                     
 
 




lunes, 1 de febrero de 2016

Luz de febrero



 Poner los pies en febrero, el erigido alcázar desde el que abarcar las cumbres y llanuras de la vida. El horizonte se despliega y a la vez contrae sus bordes, la infancia, la vejez. Ancha esta madurez irrefrenable de músculos reñidos, de mirada que se remansa y aniña, de paz en liza y batallas por culminar su “qué sé yo”.
  Cada paso que se da deja atrás los no dados. ¿Dónde lo que ha arrastrado el tiempo en tolvanera de besos y reproches? ¿Dónde y hacia dónde sino hacia un marmorir de espuma aún tibia, con la mirada alta, devanando las hebras de la corriente, absorta en lumbre y música?
  De grietas y rendijas brotan las malas hierbas. En rendijas y grietas anidan las arañas de saliva traslúcida, nido o celda donde hundir la memoria.
  Escucho. No hay sonido que pueda evitar que escuche: reptan los años, silban furiosos, se ciñen al cuerpo sus anillos.
  Y una se olvida, árbol de savia lenta,  de la insolencia de ramas y gorriones, del cantar de la luz a través de celosías verdes, de la necesidad de respirar


sábado, 16 de enero de 2016

Lazos del vuelo


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vuelo. No sabes con qué ojos contemplar lo que abajo te deslumbra.
Sol inverso, más alto tú que el cielo. Tu planear más libre.
El universo a un lado, como si no formaras parte de su equilibrio.
En tus manos  marionetas, el hilo que las tensa. En tu oído esa música.
A tu lengua no llegan ya la sal y la ceniza.

Y no sé con qué ojos vigilas la vida que está siendo. Que te ofrece el latido.
Pájaro que quemó sus alas,
que ahora es fuego.

 

jueves, 14 de enero de 2016

La derrota

Anfitriones de una derrota infinita. Joaquín Juan Penalva.
Huerga y Fierro 2015

ANFITRIONES DE UNA DERROTA INFINITA

  Todas las derrotas son la misma derrota, ya sea en la pantalla ya en la pared encalada de cualquier biografía.
  Todas las guerras son la misma guerra: búsqueda y fracaso, duelo y muerte, cobardía  y valor. No hacen falta uniforme de héroe, fanfarria bélica, escuadrones marciales. Con la épica mínima de unos versos se traduce en palabras el vaho de una existencia, se da cuerpo a la niebla, se desgrana la soledad. Y es que la literatura, en general todas las artes por menospreciadas que se vean, ha tenido siempre esa capacidad de trascender lo evidente, lo más rastrero de la realidad. Si para Schopenhauer era mediante el conocimiento: “mi vida en el mundo real es un brebaje agridulce. Consiste, como mi existencia en general, en una constante adquisición de conocimiento, una continua ganancia de comprensión que concierne a ese mundo real y a mi relación con él. El contenido de tal conocimiento es triste y desalentador, pero la forma del conocimiento en general, el ganar en comprensión, el penetrar en la verdad resulta satisfactorio y, de un modo extraño, viene a entremezclar su dulzura con aquel amargor”, para el poeta esa trascendencia se consigue mediante brebajes no menos agridulces: la memoria, la evocación nostálgica o furiosa, la verdad revelada, la combinación sabia de exterior y entresijos, de imágenes ajenas y quisicosas íntimas, musa amasada con sueño y certezas. Y cualquier birlibirloque, espontáneo o previsto, hace destellar el flash y enmagdalena los recuerdos hasta que, un día como tantos, acaso cierta música, o los pasos perdidos que nos colocan frente a aquel cine donde se pasaban las horas, o la reposición de una película con dopamina en vena, llevan ese ubi sunt? a la casa vacía de los años cumplidos, a la casa poblada de fantasmas, a los sucesivos unos de uno mismo. Y el telón se descorre.

(...) pero ¿dónde están los Casablanca,
los cursos de doctorado,
las tardes de cine,
los paseos por la feria,
nuestra vida de entonces?

 Están, ahora lo sé,
en un patio de butacas
imaginario,
en un tiempo
muerto,
en aquellos momentos
felices.

  La casa de palabras de Joaquín Juan Penalva está poblada de imágenes en blanco y negro y recortes de fotogramas, celuloide ajado que se proyecta una y otra vez sobre el lienzo de las tardes, interminables tardes de lumbre y tiempo que dejan el yo a un lado y cobran vida y voces y podrihabersidos.
 Pero también la realidad es invitada a cenar de vez en cuando. Y asistimos entonces al difícil matrimonio entre dos ficciones igualmente poderosas: la que creemos cierta y  vive así con este engaño mandando, disponiendo y gobernando y aquella a la que, a fuerza de repetirla, acabamos por conferir huesos, alma, razón. Razón de experiencias, razón re-creada ojos adentro, donde toma forma lo que hubiéramos querido ser y es un ya para nunca arrinconado.
 El poeta, como anfitrión, ha preparado el convite. Su hospitalidad es forzada, pero ¿quién le puede cerrar la puerta en las narices a la recalcitrante y humanísima vida?
 El poeta es el hombre que camina solo, el cronista de los cementerios de vagones arrumbados, el acomodador en un patio de butacas imaginario y siempre testaferro de un fracaso que no acepta como suyo, que es suma de los fracasos que jalonan el camino. Es jinete, piloto, tripulante, anfitrión, náufrago, director de escena del gran teatro del mundo que distribuye todos los papeles de la pérdida. Y acapara los más ruines, aquellos que duelen más, para tener de qué escribir en el libro de escribir derrotas infinitas, ese espejo en el que hacerse muecas con la camisa de fuerza bien ceñida. Porque A veces/ el monólogo/ de un loco/ puede ser/ el camino más directo/ hacia la verdad.
   Todos, las películas no protagonizadas, los héroes no asumidos, las princesas irredentas, los viajes hacia una Atlántida soñada, son tinta de esta escritura, material para el canto o para el llanto, el ancla de lo efímero.

 Siempre quedará
 otra batalla que perder.
 Hacia esa derrota
 pongo rumbo.

A lo que añado yo:  No valen medias tintas, ha de ser/ la derrota infinita.

  La que permita retirarse de la escena con el honor intacto, con el orgullo del torero que gobierna su hambre y hace de ellos, honor, derrota y hambre, invitación cabal a la poesía.

Pilar Blanco