Ejes cardinales, de Carlos Alcorta
Dice Leopoldo Sánchez en su prólogo de la antología Ejes cardinales que la poesía de Carlos
Alcorta es un aprendizaje de la mirada. Pues, en palabras del propio poeta,
“quien aprende a mirar aprende a ser”, acaso como quien vive aprende a
descubrirse en cada paso o tropiezo de la vida, ese viaje a ciegas y sombraluces.
Al final, desde el principio, todo es viaje. El viaje de las
palabras como ariete y escudo del sentimiento a través de una historia repetida
y distinta, la que mira hacia atrás con ira, aceptación o con nostalgia, la que
se proyecta hacia un futuro imprevisible y no siempre deseado. ¡Ay, el poeta y
su rémora de recuerdos levantiscos!
Al final, desde el principio, un yo se escudriña, encara a
un tú polivalente y silencioso, se hiere en las aristas de la misma piedra de
siempresufrir en su dolor narcótico. Da forma al día su cotidianidad de calles y relojes, casa
vacía-corazón vacío-esperanza vacía y futuro que “se sostiene en andamios
quebradizos” y buenas intenciones, fe y esperanza que son, al cabo, “senderos
de arenas movedizas” tan inevitables como letales.
Pero
“otra es la vida que
comienza ahora”
Otra es siempre la vida que no hace sino empezar una y otra
vez. En cuerpos distintos, en océanos nuevos y siemprelmismo, aferrando a manos
desolladas los cabos del desamor, viajando en círculo alrededor de las tinieblas.
El circuito cerrado de una vida literaria se bate en frentes
muy contados. Porque escribir es dejar testimonio. ¿De qué? De la infancia
perdida, del amor, del abanico de abandonos y recuerdos; del cuerpo sucesivo
que nos atrapa, de la aventura de escribir y buscar en la lectura semejantes
eternos, de la necesidad de la mirada, que es llave del decir; la poesía como
sistema para revisitar tiempos extintos, sea para añorarlos o para renegar de
ellos. Y muchas veces también, como se ve en Corriente subterránea, para dejarse poseer por la voz de los
artistas muertos. Así Octavio Paz, Torga, Oteiza, Antonio Machado, Doisneau,
Virgilio… tantos como hayan suscitado la curiosidad lectora, la avidez
observadora de la que se nutre sin máscaras el escritor.
En la voz de quiene escribe en la noche atravesado por la
sed del náufrago y el vértigo del alpinista extraviado en la altura.
De quien siente que “la
escritura es la trampa. Yo el señuelo.”
La escritura es la red y el poeta el pájaro atrapado en la
trama que él mismo trenza.
Leer una antología que abarca la amplia peripecia poética de
su autor supone una ruta arriesgada y gozosa. Como fue seguramente recopilarla
para el poeta. Libro tras libro la mirada navega. Se detiene en una
contemplación fruto de muchas miradas anteriores: la de la memoria perdida y
traicionera, pero también traicionada tantas veces. La de un presente que mide
su territorio con la vara embellecida de los recuerdos que incluso azucaran el
dolor.
Una antología es un compendio de miradas. Nunca y siempre la
misma. Aunque el horizonte que aguarda es el que nació con cada uno de
nosotros, el camino ofrece diferentes paisajes. El caminante, sed nueva.
La presencia de lo verde, de lo húmedo. De lo azul y
cambiante. De la violencia del tiempo y las espumas.
Los ojos del poeta zurcen pasado y hoy y todas las
contradicciones que enturbian la conciencia del ser y hacen ramillete con las “negras flores de la nostalgia”.
El cuerpo se tiende a contemplar. Se deja ir, como se van
las nubes en su deriva impensada. Como los sueños cruzan ante los ojos sin que
lleguen las manos a atraparlos.
Contemplación de un alma que no tiene garras, que no tiene
raíz, que es sargazo flotante sobre el mar.
Solo se salva uno desde adentro. Lo que permanece tras cada
naufragio. La roca que moldean las tormentas.
Sí, la mirada, como la naturaleza, puede reconciliarse con
el mundo. Y contemplar. La propia finitud nos enfrenta a lo perenne. La piedra,
aun sin sentido, sigue anclada en ser piedra; el árbol que plantamos, cada vez
más sólido y erguido mientras que la mano que lo sembró en la tierra está cada
vez más cerca de ser tierra.
Preguntarse por el espacio, el peso que dejaremos en ella.
Lo breve, lo que se inclina.
Y aun así, sentir cómo el latido de la carne perpetuándose
justifica el viaje. Mientras que la palabra reverdece la vida, es altura y
canto contra el tiempo. A favor de la piel y lo sagrado.
El último libro antologado, el Ahora es la noche de 2012, reta al yo a la prueba del espejo para
abordar su mirada frente a frente, para darle vuelo a una reflexión que
necesita que la música suene de fondo para no distraer del ejercicio de ver.
Que es explorar y aprehender.
Y la mirada sale al exterior y se nimba de pájaros y
caballos. Los colores del día, lo próximo, y el aroma de lo lejano y salvaje,
el cansancio mojado de la luz.
Con una coherencia en el decir que fluye sin estridencias, Ejes cardinales ofrece buena muestra del
mundo poético y vital de su autor desde que se echó a andar con su morral de
versos hace ya algunos años. Los suficientes para que se justifique esta visión
compilada que tantos momentos de reflexión, complicidad y deslumbramiento
produce en los lectores.
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