He venido a morir, es a lo que he venido.
No a contemplar cómo caen las estrellas, espejos triturados
de la noche más larga.
No a dejar que los ojos de las gacelas doblen por mí desde
su rendición.
No he venido para la mansedumbre ni a recoger las hojas de
un otoño anticipado en los gritos, en los estertores ácidos de un día que no
dejará historia.
Tampoco yo la dejo en este lienzo de tarde,
tendida con las venas abiertas,
anegando la hierba
seca, el tronco sajado de la encina de infancia que me abraza.
He venido a morir. En el silencio con que muere el insecto
pisado por la vida,
con que mueren los árboles en esplendor de incendio.
Con que los días mueren, sangre del horizonte y luego
oscuridad.
Grillos en la distancia, anchas ondas de luz desvaneciéndose.
Y luego bienamada oscuridad.
Nada que es ahora todo.
Hundirse en ella.
Nada que es ahora todo.
Hundirse en ella.
Querida Pilar, leo el poema con el ánimo encogido porque todo el texto desprende un aire de resignada aceptación y de aliento trágico. Tal vez es nuestro sino, ser mínimas hojas que desprende la brisa, Las palabras dibujan el ánimo de quien escribe, crean un perfil de sufrimiento y melancolía, así que desde Rivas un abrazo solidario a ese yo poético para que vislumbre pronto una amanecida. Un beso fuerte.
ResponderEliminarYo he nacido con aliento trágico, José Luis. Lo mamé en la sangre galaica que me alimentó, en los días de lluvia interminable, en la tristeza de chica fea que no despierta amor. Vida y muerte se entrelazan en mi lengua y las dos ostentan mando en plaza. Las dos son mías, también desde la felicidad.
EliminarDías vendrán.
Gracias por tu abrazo, José Luis.